El comunismo que el Comunismo no reconoce
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El comunismo que el Comunismo no reconoce
Al principio tiene un par de problemas de audio pero luego se soluciona rápido.
~Extracto de Tiqqun
Abysso- Mensajes : 2592
Fecha de inscripción : 07/12/2020
Localización : Yuggoth
Re: El comunismo que el Comunismo no reconoce
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En los 20 años que tiene el video-quimera, han cambiado muchas cosas. Una de ellas es el cristal con que se mira.
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En los 20 años que tiene el video-quimera, han cambiado muchas cosas. Una de ellas es el cristal con que se mira.
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EsquizOfelia- Mensajes : 3483
Fecha de inscripción : 06/12/2020
Re: El comunismo que el Comunismo no reconoce
En principio este planteamiento extraño no es comunista
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Giordano Bruno de Nola- Mensajes : 37756
Fecha de inscripción : 07/12/2020
Edad : 66
Localización : México
Re: El comunismo que el Comunismo no reconoce
Tiqqun tiene una definición interesante que aprendió de lo caducado y de las novedades de los últimos años; con comunismo se refieren a algo más inmanente que el mero concepto o mundo de las ideas de lo que debería ser el comunismo, pues parten de una praxis situacional: dicen así:
"No hay preliminares al comunismo. Los que creen lo contrario, a fuerza de perseguir la finalidad, zozobraron con cuerpos y bienes en la acumulación de medios. El comunismo no es una forma diferente de distribuir la riqueza, de organizar la producción o de gestionar la sociedad. El comunismo es una disposición ética, una disposición a dejarse afectar, en contacto con otros seres, por lo que tenemos en común. El comunismo es tanto lo que subyace a la miseria capitalista como lo que está más allá de ella.
Lo que ponemos detrás de esta palabra, comunismo, se opone radicalmente a todos los que la utilizan, y la utilizaron, hasta su dislocación actual. La guerra también pasa a través de las palabras".
https://laescenaencurso.wordpress.com/2015/03/22/propagar-la-anarquia-vivir-el-comunismo-comite-invisible/
Muchos anarquistas también se ven incomodados por esta filosofía del Comité Invisible, pues deja atrás el idealismo de Marx y Bakunin para tomar la parte anti-metafísica de sus reflexiones de la Modernidad así como otras, viendo el influjo presente para aterrizar un criterio ético menos platónico, menos cristiano, más spinoziano.
Todavía no les he leído, pero ya me han parecido interesantes con sus soplos de aire fresco en el universo político.
"No hay preliminares al comunismo. Los que creen lo contrario, a fuerza de perseguir la finalidad, zozobraron con cuerpos y bienes en la acumulación de medios. El comunismo no es una forma diferente de distribuir la riqueza, de organizar la producción o de gestionar la sociedad. El comunismo es una disposición ética, una disposición a dejarse afectar, en contacto con otros seres, por lo que tenemos en común. El comunismo es tanto lo que subyace a la miseria capitalista como lo que está más allá de ella.
Lo que ponemos detrás de esta palabra, comunismo, se opone radicalmente a todos los que la utilizan, y la utilizaron, hasta su dislocación actual. La guerra también pasa a través de las palabras".
https://laescenaencurso.wordpress.com/2015/03/22/propagar-la-anarquia-vivir-el-comunismo-comite-invisible/
Muchos anarquistas también se ven incomodados por esta filosofía del Comité Invisible, pues deja atrás el idealismo de Marx y Bakunin para tomar la parte anti-metafísica de sus reflexiones de la Modernidad así como otras, viendo el influjo presente para aterrizar un criterio ético menos platónico, menos cristiano, más spinoziano.
Todavía no les he leído, pero ya me han parecido interesantes con sus soplos de aire fresco en el universo político.
Abysso- Mensajes : 2592
Fecha de inscripción : 07/12/2020
Localización : Yuggoth
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Re: El comunismo que el Comunismo no reconoce
En mi perspectiva es una visión revisionista que rompe con el movimiento proletario, es una especie de modernismo
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Giordano Bruno de Nola- Mensajes : 37756
Fecha de inscripción : 07/12/2020
Edad : 66
Localización : México
Re: El comunismo que el Comunismo no reconoce
Si hay algo de lo que se ha alimentado la impronta de Tiqqun, es de varias nociones nietzscheanas que renuevan lo que se puede decir al respecto. Si nos preguntamos qué es o en qué se ha convertido Nietzsche hoy, sabemos bien en qué dirección hemos de buscar. Hay que mirar hacia los jóvenes que están leyendo a Nietzsche, descubriendo a Nietzsche. Nosotros, la mayor parte de los presentes, somos ya demasiado viejos. ¿Qué es lo que un joven descubre hoy en Nietzsche, que no es seguramente lo mismo que descubrió m¡ generación, como eso no era ya lo mismo que habían descubierto las generaciones anteriores? ¿Por qué los músicos jóvenes sienten hoy que Nietzsche tiene que ver con lo que hacen, aunque no hagan en absoluto una música nietzscheana, por qué los pintores jóvenes, los cineastas jóvenes se sienten atraídos por Nietzsche? ¿Qué está pasando, es decir, cómo están recibiendo a Nietzsche? Todo lo que en rigor podemos explicar desde fuera es el modo en que Nietzsche siempre reclamó, para sí mismo tanto como para sus lectores contemporáneos y futuros, cierto derecho al contrasentido. Da igual qué derecho, por otra parte, puesto que posee reglas secretas, pero en todo caso cierto derecho al contrasentido, del que hablaré enseguida, y que hace que no venga al caso comentar a Nietzsche como se comenta a Descartes o a Hegel. Me pregunto: ¿quién es, hoy, el joven nietzscheano? ¿El que prepara un trabajo sobre Nietzsche? Quizá. ¿0 es más bien aquel que, poco importa si voluntaria o involuntariamente, produce enunciados singularmente nietzscheanos en el curso de una acción, de una pasión o de una experiencia? Hasta donde yo sé, uno de los textos recientes más hermosos, y uno de los más profundamente nietzscheanos, es el que ha escrito Richard Deshayes, Vivir es sobrevivir, un poco antes de ser alcanzado por una granada en una manifestación (a). Quizá una cosa no excluye la otra. Acaso sea posible escribir sobre Nietzsche y además producir enunciados nietzscheanos en el curso de la experiencia.Abysso escribió:Al principio tiene un par de problemas de audio pero luego se soluciona rápido.~Extracto de Tiqqun
Somos conscientes de los riesgos que nos acechan en esta pregunta: ¿qué es Nietzsche hoy? Riesgo de demagogia («Los jóvenes están con nosotros…»). Riesgo de paternalismo (consejos a un joven lector de Nietzsche). Y, sobre todo, el riesgo de una abominable síntesis. En el origen de nuestra cultura moderna está la trinidad Nietzsche, Freud, Marx. Da igual si todo el mundo se ha deshecho de ella de antemano. Puede que Marx y Freud sean el amanecer de nuestra cultura, pero Nietzsche es algo completamente distinto, es el amanecer de una contra- cultura. Es evidente que la sociedad moderna no funciona mediante códigos. Es una sociedad que funciona a partir de otras bases. Si consideramos, pues, no tanto a Marx y Freud literalmente, sino aquello en lo que se han convertido el marxismo y el freudismo, vemos que están inmersos en una suerte de intento de recodificación: por parte del Estado, en el caso del marxismo («es el Estado quien te puso enfermo y el Estado es quien te curará», porque ya no será el mismo Estado); por parte de la familia, en el caso del freudismo (la familia te pone enfermo y la familia te cura, porque no es ya la misma familia). Esto es lo que sitúa ciertamente, en el horizonte de nuestra cultura, al marxismo y al psicoanálisis como las dos burocracias fundamentales, una pública y otra privada, cuyo objetivo es realizar mejor o peor una recodificación de lo que no deja de descodificarse en nuestro horizonte. La labor de Nietzsche, en cambio, no es ésa en absoluto. Su problema es otro. A través de todos los códigos del pasado, del presente o del futuro, para él se trata de dejar pasar algo que no se deja y que jamás se dejará codificar. Transmitirlo a un nuevo cuerpo, inventar un cuerpo al que pueda transmitirse y en el que pueda circular: un cuerpo que sería el nuestro, el de la Tierra, el de la escritura…
Sabemos cuales son los grandes instrumentos de codificación. Las sociedades no cambian tanto, no disponen de infinitos medios de codificación. Conocemos tres medios principales: la ley, el contrato y la institución. Los hallamos bien representados, por ejemplo, en las relaciones que los hombres han mantenido con los libros. Hay libros de la ley, en los cuales la relación del lector con el libro pasa por la ley. Se les llama precisamente códigos en otros lugares, y también libros sagrados. Hay otra clase de libros que tienen que ver con el contrato, con la relación contractual burguesa. Ésta es la base de la literatura laica y de la relación comercial con el libro: yo te compro, tú me das qué leer; una relación contractual en la cual todo el mundo está atrapado: autor, editor, lector. Y hay, luego, una tercera clase de libros, los libros políticos, preferentemente revolucionarios, que se presentan como libros de instituciones, ya se trate de instituciones presentes o futuras. Y hay toda clase de mezclas: libros contractuales o institucionales que se tratan como libros sagrados…, etcétera. Todos los tipos de codificación están tan presentes, tan subyacentes, que los encontramos unos en otros. Tomemos otro ejemplo, el de la locura: los intentos de codificar la locura se han llevado a cabo de las tres formas. Primero, bajo la forma de la ley, es decir, del hospital, del manicomio - la codificación represiva, el encierro, el antiguo encierro que está llamado a convertirse, andando el tiempo, en una última esperanza de salvación, cuando los locos empiecen a decir: «Qué buenos tiempos aquellos en que nos encerraban, porque ahora nos hacen cosas peores». Y hay una especie de golpe magistral, que ha sido el del psicoanálisis: se sabía que había quienes escapaban a la relación contractual burguesa tal y como se manifiesta en la medicina, a saber, los locos, ya que no podían ser parte contratante por estar jurídicamente «inhabilitados». La genialidad de Freud consistió en atraer a la relación contractual a una gran parte de los locos, en el sentido más lato del término, los neuróticos, explicando que era posible un contrato especial con ellos (de ahí el abandono de la hipnosis). Fue el primero en introducir en la psiquiatría - y ello ha constituido finalmente la novedad psicoanalítica- la relación contractual burguesa, excluida hasta ese momento. Y después nos encontramos con las tentativas más recientes, en las cuales son evidentes las implicaciones políticas y a veces las ambiciones revolucionarias, las tentativas llamadas institucionales. He ahí el triple medio de codificación: si no es la ley, será la relación contractual, y si no la institución. Y en estos códigos florecen nuestras burocracias.
Ante la forma en que nuestras sociedades se descodifican, en que sus códigos se escapan por todos sus poros, Nietzsche no intenta llevar a cabo una recodificación. Él dice: esto no ha hecho más que empezar, todavía no habéis visto nada («la igualación del hombre europeo es hoy el gran proceso irreversible: habría incluso que acelerarlo.). En cuanto a lo que piensa y escribe, Nietzsche persigue un intento de descodificación, no en el sentido de esa descodificación relativa que consistiría en descifrar los códigos antiguos, presentes o futuros, sino de una descodificación absoluta: transmitir algo que no sea codificable, perturbar todos los códigos. Esto no es fácil, ni siquiera en el nivel de la mera escritura y del lenguaje. Sólo le encuentro parecido con Kafka, con lo que Kafka hace con el alemán en función de la situación lingüística de los judíos de Praga: construye, en alemán, una máquina de guerra contra el alemán; a fuerza de indeterminación y de sobriedad, transmite bajo el código del alemán algo que nunca se había escuchado. En cuanto a Nietzsche, él se siente polaco frente al alemán. Se sirve del alemán para poner en marcha una máquina de guerra que transmita algo que no se puede codificar en alemán. Eso es el estilo como política. En términos más generales, ¿en qué consiste el esfuerzo de este pensamiento, que pretende transmitir sus flujos por encima de las leyes, recusándolas, por encima de las relaciones contractuales, desmintiéndolas, y por encima de las instituciones, parodiándolas? Vuelvo otra vez al ejemplo del psicoanálisis: ¿por qué una psicoanalista tan original como Melanie Klein permanece aún en el sistema psicoanalítico? Ella misma lo dice a la perfección: los objetos parciales de los que habla, con sus explosiones, sus caudales, etcétera, son fantasías. Los pacientes aportan estados vividos, experimentados intensivamente, y Melanie Klein los traduce como fantasías. Ahí tenemos un contrato, específicamente un contrato: dame tus experiencias vividas, y yo te devolveré fantasías. Y el contrato implica un intercambio de dinero y de palabras. Aún más, un psicoanalista como Winnicott llega auténticamente al límite del análisis porque tiene la impresión de que, a partir de cierto momento, este procedimiento no es conveniente. Hay un momento en el que ya no se trata de traducir, de interpretar, de traducir en fantasías o de interpretar en significados o significantes, no, no es eso. Hay un momento en el que hace falta compartir y meterse en el ajo con el enfermo, hay que participar de su estado. ¿Se trata de una especie de simpatía, o de empatía, de identificación? Como mínimo, es ciertamente más complicado. Lo que sentimos es la necesidad de una relación que ya no sea legal, ni contractual, ni institucional. Y eso es lo que sucede con Nietzsche. Leemos un aforismo o un poema del Zaratustra. Material y formalmente, estos textos no se comprenden ni mediante el establecimiento o la aplicación de una ley, ni por la oferta de una relación contractual, ni a través de la instauración de una institución. El único equivalente concebible podría ser «estar en el mismo barco». Algo de Pascal que se vuelve contra el propio Pascal. Estamos embarcados en una especie de balsa de la Medusa, mientras las bombas caen a nuestro alrededor y la nave deriva hacia los glaciales subterráneos, o bien hacia los ríos tórridos, el Orinoco, el Amazonas, y los que van remando no se aprecian entre ellos, se pelean, se devoran. Remar juntos es compartir, compartir algo, más allá de toda ley, de todo contrato, de toda institución. Una deriva, un movimiento a la deriva o una «desterritorialización»: lo digo de manera muy imprecisa, muy confusa, porque se trata de una hipótesis o de una vaga impresión acerca de la originalidad de los textos nietzscheanos. Un nuevo tipo de libro.
¿Cuáles son las características de un aforismo de Nietzsche para que llegue a producir esta impresión?
http://estafeta-gabrielpulecio.blogspot.com/2010/07/gilles-deleuze-pensamiento-nomada-sobre.html
André Flécheux.- Lo que me gustaría saber es cómo piensa Deleuze evitar la deconstrucción, es decir, cómo puede conformarse con una lectura monádica de cada aforismo, a partir de lo empírico y de lo exterior, porque esto me parece, desde un punto de vista heideggeriano, extremadamente sospechoso. Me pregunto si el problema de la «anterioridad» que constituye la lengua, la organización establecida, lo que usted llama «el déspota», permite comprender la escritura de Nietzsche como una especie de lectura errática que procedería en cuanto tal de una escritura errática, cuando Nietzsche se aplica a sí mismo una autocrítica y teniendo en cuenta que las actuales ediciones nos lo descubren como un excepcional trabajador del estilo para quien, en consecuencia, cada aforismo no es un sistema cerrado, sino que lleva implícita toda una estructura de referencias. El estatuto de un afuera sin deconstrucción, en su pensamiento, coincide con el de lo energético en Lyotard.
Una segunda pregunta, que se articula con la primera: en una época en la que la organización errática, capitalista, llámela usted como quiera, lanza un desafío que es, finalmente, lo que Heidegger llama el establecimiento de la técnica, ¿piensa usted, fuera de bromas, que el nomadismo, como usted lo describe, es una respuesta seria?
Gilles Deleuze.- Si le he comprendido bien, dice usted que, desde un punto de vista heideggeriano, yo soy sospechoso. Me congratula saberlo. En cuanto al método de deconstrucción de los textos, entiendo perfectamente de qué se trata, y siento gran admiración por él, pero no tiene nada que ver con el mío. Yo no me presento en absoluto como un comentador de textos. Para mí, un texto no es más que un pequeño engranaje de una práctica extratextual. No se trata de comentar el texto mediante un método de deconstrucción, o mediante un método de práctica textual, o mediante otros métodos. Se trata de averiguar para qué sirve en la práctica extratextual que prolonga el texto. Me pregunta usted si creo en la respuesta de los nómadas. Sí, creo en ella. Gengis Kahn no fue un cualquiera. ¿Resurgirá del pasado? No lo sé. Si lo hace, en todo caso, será bajo una forma distinta. Igual que el déspota interioriza la máquina de guerra nómada, la sociedad capitalista interioriza constantemente una máquina de guerra revolucionaria. Los nuevos nómadas ya no se constituyen en la periferia (porque ya no hay periferia); lo que me preguntaba era de qué nómadas - aunque sean inmóviles- es capaz nuestra sociedad.
André Flécheux.- Sí, pero usted ha excluido, en su exposición, lo que llamaba «la interioridad»…
Gilles Deleuze.- Eso es un juego de palabras con el término «interioridad»…
André Flécheux.- ¿El viaje interior?
Gilles Deleuze- He dicho «viaje inmóvil». No es lo mismo que un viaje interior, es un viaje por el cuerpo, si es preciso por cuerpos colectivos.
Mieke Taat.- Si le he comprendido bien, Deleuze, usted opone la risa, el humor y la ironía a la mala conciencia. ¿Estaría usted de acuerdo en que la risa de Kafka, de Beckett o de Nietzsche no excluye el llanto por estos escritores, siempre que las lágrimas no surjan de una fuente interior o interiorizada, sino simplemente de una producción de flujos en la superficie del cuerpo?
Gilles Deleuze.- Probablemente está usted en lo cierto.
Mieke Taat.- Tengo otra pregunta. Cuando usted contrapone el humor y la ironía a la mala conciencia, no distingue una cosa de otra, como hacía en Lógica del sentido, donde el uno pertenecía a la superficie y el otro a la profundidad. ¿No teme usted que la ironía esté peligrosamente cercana a la mala conciencia?
Gilles Deleuze.- He cambiado de opinión. La oposición profundidad- superficie ya no me satisface. Lo que ahora me interesa son las relaciones entre un cuerpo lleno, un cuerpo sin órganos, y los flujos que circulan por él.
Mieke Taat.- ¿Eso no excluiría, entonces, el resentimiento?
Gilles Deleuze.- ¡Claro que sí!
El discurso filosófico siempre ha permanecido en una relación esencial con la ley, la institución y el contrato que constituyen el problema del Soberano, y que atraviesan la historia sedentaria que va de las formaciones despóticas hasta las democráticas. El «SIGNIFICANTE» es en verdad el último avatar filosófico del déspota. Si Nietzsche se separa de la filosofía es quizá porque es el primero que concibe otro tipo de discurso a modo de contra- filosofía. Es decir, un discurso ante todo nómada, cuyos enunciados no serían productos de una máquina racional administrativa, con los filósofos como burócratas de la razón pura, sino de una máquina de guerra móvil. Acaso sea éste el sentido en el que Nietzsche anuncia que con él comienza una nueva política (lo que Klossowski ha llamado el complot contra la propia clase). Sabemos bien que, en nuestros regímenes, los nómadas no tienen cabida: no se escatiman medios para regularlos, y apenas consiguen sobrevivir. Nietzsche vivió como uno de esos nómadas reducidos a no ser más que su sombra, de pensión en pensión. Pero, por otra parte, el nómada no es necesariamente alguien que se mueve: hay viajes imóviles, viajes en intensidad, y hasta históricamente los nómadas no se mueven como emigrantes sino que son, al revés, los que no se mueven, los que se nomadizan para quedarse en el mismo sitio y escapar a los códigos. Sabemos que el problema revolucionario, hoy, consiste en hallar una unidad de las luchas puntuales que no reconstruya la organización despótica o burocrática del partido o del aparato de Estado: una máquina de guerra que no remitiría a un aparato de Estado, una unidad nomádica en relación con el Afuera, que no se sometería a la unidad despótica interna (como lo muestra Diego Singer cuando hace una crítica a los DDHH). Esto es quizá lo mas profundo de Nietzsche, la medida de su ruptura con la filosofía tal y como aparece en el aforismo: haber hecho del pensamiento una máquina de guerra, una potencia nómada. E incluso aunque el viaje sea inmóvil, aunque se haga sin moverse del lugar, aunque sea imperceptible, inesperado, subterráneo, hemos de preguntar: ¿quiénes son hoy los nómadas? ¿Quiénes son hoy nuestros verdaderos nietzscheanos?
*He ahí que aparecen las ideas de Tiqqun, y no digo ''idea'' como cualquiera lo diría:
Abysso- Mensajes : 2592
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Localización : Yuggoth
Re: El comunismo que el Comunismo no reconoce
En relación con lo que se dice de Marx, lo contestaré allá, en entre comunistas te veas. Este hilo debería llamarse entre posmodernos te veas.
Bien marquemos algunas diferencias esenciales sin tanto rollo.
Parece que le cuesta mucho trabajo escribir. Tiene que traernos a un pintor bloguero para explicarnos a Nietzsche, Deleuze o Heidegger, autores de moda entre ambiente de bajo nivel intelectual. Así como meter al hilo dos vídeos de YouTube para chutarnos lo que el autor que trajo entiende por ello. Sus campeones estimado amigo Abysso.
Estirar a Nietzsche sobre lo que este ni siquiera dijo y meter las preocupaciones piteras de milenios o miembros de la generación X que no entienden lo más mínimo de la discusión central de estos autores. ¿Qué tiene que ver así fue Zaratustra con la contracultura ¡por Dios!? Nietzsche no es el antecedente de la contracultura, es sin duda como autor Herbert Marcuse. La contraposición de autores muy menores como Deleuze o Wattarri o el propio Derrida nos dice que tan mal preparadas están saliendo algunos de las generaciones actuales. Sus pretensiones son inversamente proporcionales a su talento.
Leo demasiada posmodernidad, pura palabrería, equivocos, ocurrencias. Y esto es precisamente porque como presagió José Ortega y Gasset el hombre masa, el milenali masa no tiene ideas, tiene ocurrencias. El problema de la posmodernidad es que se monta en lo que la ciencia hizo ya y se dedica a especular y a perder el tiempo.
La discusión sobre la técnica, esa que estamos dando en entre comunismos te veas y que al parecer le da flojera leer resuelve desde el siglo XIX las especulaciones que salidas de Martin Heidegger y retomadas por Marcuse permearon la fantasmagórica visión de la tecnología en el siglo XX, confusión del que se nutren las ideologías ambientes actuales "progres" y yo diría mejor "pobres".
De manera continua usted me acusa de realizar «hombres de paja» pero aún espero la traducción en sus propias palabras de esos presuntos «hombres de paja» pues sólo los enuncia cuando en mi caso yo me he formado en la posmodernidad y me he deslindado críticamente de ella desde los años 90. No está hablando con un muchachito que se queda estupefacto con las formas del lenguaje. Conozco a Paul Ricoeur, a Michel De Certeau, a Gadamer, a Lyotard y eventualmente el planteamiento de Deleuze, Wattari y Derrida, éstos últimos los leo con gran flojera, no me aportan nada. Hay que leer Eros y Civilización, El hombre unidimensional y Razón y Revolución de Marcuse para entender que la emoción con la que quiere encontrar su autor a Nietzsche como el origen y fuente de la contracultura es una reverenda estupidez.
Parece que esta diferencia entre usted y yo de que usted me trae campeones entre blogueros y Youtuberos no obedece a otra cosa que a su incapacidad de traducir los textos en sus propias palabras y exponerlos en su sentido o punto de vista. Desde el punto de vista cognitivo es que usted cree entender los textos, emocionalmente se adhiere a ellos sin que cognitivamente se los apropie realmente. Imagine si eso pasa con los textos que le gustan, que pasa con los textos que confronta o no le gustan. Le dejo finalmente un esquema que le indica el desarrollo de la filosofía moderna. La modernidad no ha sido transcendida, la posmodernidad es una descomposición de la modernidad, sólo opera bien en el terreno estético, el cuál creo que usted tampoco ha leído.
Este esquema lo elaboró un especialista, Emilio Lledo Iñigo que tiene desde luego bases filosóficas y que estudió filosofía en Alemania.
Bien marquemos algunas diferencias esenciales sin tanto rollo.
Parece que le cuesta mucho trabajo escribir. Tiene que traernos a un pintor bloguero para explicarnos a Nietzsche, Deleuze o Heidegger, autores de moda entre ambiente de bajo nivel intelectual. Así como meter al hilo dos vídeos de YouTube para chutarnos lo que el autor que trajo entiende por ello. Sus campeones estimado amigo Abysso.
Estirar a Nietzsche sobre lo que este ni siquiera dijo y meter las preocupaciones piteras de milenios o miembros de la generación X que no entienden lo más mínimo de la discusión central de estos autores. ¿Qué tiene que ver así fue Zaratustra con la contracultura ¡por Dios!? Nietzsche no es el antecedente de la contracultura, es sin duda como autor Herbert Marcuse. La contraposición de autores muy menores como Deleuze o Wattarri o el propio Derrida nos dice que tan mal preparadas están saliendo algunos de las generaciones actuales. Sus pretensiones son inversamente proporcionales a su talento.
Leo demasiada posmodernidad, pura palabrería, equivocos, ocurrencias. Y esto es precisamente porque como presagió José Ortega y Gasset el hombre masa, el milenali masa no tiene ideas, tiene ocurrencias. El problema de la posmodernidad es que se monta en lo que la ciencia hizo ya y se dedica a especular y a perder el tiempo.
La discusión sobre la técnica, esa que estamos dando en entre comunismos te veas y que al parecer le da flojera leer resuelve desde el siglo XIX las especulaciones que salidas de Martin Heidegger y retomadas por Marcuse permearon la fantasmagórica visión de la tecnología en el siglo XX, confusión del que se nutren las ideologías ambientes actuales "progres" y yo diría mejor "pobres".
De manera continua usted me acusa de realizar «hombres de paja» pero aún espero la traducción en sus propias palabras de esos presuntos «hombres de paja» pues sólo los enuncia cuando en mi caso yo me he formado en la posmodernidad y me he deslindado críticamente de ella desde los años 90. No está hablando con un muchachito que se queda estupefacto con las formas del lenguaje. Conozco a Paul Ricoeur, a Michel De Certeau, a Gadamer, a Lyotard y eventualmente el planteamiento de Deleuze, Wattari y Derrida, éstos últimos los leo con gran flojera, no me aportan nada. Hay que leer Eros y Civilización, El hombre unidimensional y Razón y Revolución de Marcuse para entender que la emoción con la que quiere encontrar su autor a Nietzsche como el origen y fuente de la contracultura es una reverenda estupidez.
Parece que esta diferencia entre usted y yo de que usted me trae campeones entre blogueros y Youtuberos no obedece a otra cosa que a su incapacidad de traducir los textos en sus propias palabras y exponerlos en su sentido o punto de vista. Desde el punto de vista cognitivo es que usted cree entender los textos, emocionalmente se adhiere a ellos sin que cognitivamente se los apropie realmente. Imagine si eso pasa con los textos que le gustan, que pasa con los textos que confronta o no le gustan. Le dejo finalmente un esquema que le indica el desarrollo de la filosofía moderna. La modernidad no ha sido transcendida, la posmodernidad es una descomposición de la modernidad, sólo opera bien en el terreno estético, el cuál creo que usted tampoco ha leído.
Este esquema lo elaboró un especialista, Emilio Lledo Iñigo que tiene desde luego bases filosóficas y que estudió filosofía en Alemania.
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Giordano Bruno de Nola- Mensajes : 37756
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Re: El comunismo que el Comunismo no reconoce
También puedo responderle al autor su visión confusa del Estado y el contractualismo.
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Re: El comunismo que el Comunismo no reconoce
¿Qué es un autor?
Creo que el siglo XIX en Europa produjo un tipo de autor singular que no debe ser confundido con los "grandes" autores literarios, o los autores de textos religiosos canónicos y los fundadores de las ciencias. De manera algo arbitraria, podríamos llamarlos "iniciadores de prácticas discursivas".
La contribución distintiva de estos autores es que produjeron no sólo su propia obra, sino también la posibilidad y las reglas de formación de otros textos. En este sentido, su rol difiere completamente de aquel novelista, por ejemplo, quien, básicamente, nunca es más que el autor de su propio texto. Freud no es simplemente el autor de La interpretación de los sueños o de El chiste y su Relación con lo Inconsciente, y Marx no es simplemente el autor del Manifiesto Comunista o El Capital: ambos establecieron la infinita posibilidad del discurso.
Obviamente, puede hacerse una fácil objeción. El autor de una novela puede ser responsable de algo más que su propio texto; si él adquiere alguna "importancia" en el mundo literario, su influencia puede tener ramificaciones significativas. Para tomar un ejemplo muy simple, podría decirse que Ann Radclife no escribió simplemente Los Misterios de Udolfo y algunas otras novelas, sino que también hizo posible la aparición de Romances Góticos a comienzos del siglo XIX. En esta medida, su función como autora excede los límites de su obra.
Sin embargo, esta objeción puede ser refutada por el hecho de que las posibilidades reveladas por los iniciadores de prácticas discursivas (usando los ejemplos de Marx y Freud, quienes, creo, son los primeros y los más importantes) son significativamente diferentes de aquellas sugeridas por los novelistas. Las novelas de Ann Radclife pusieron en circulación un cierto número de semejanzas y analogías pautadas en su obra, varios signos, figuras, relaciones y estructuras que podían ser integradas a otros libros. En pocas palabras, decir que Ann Radclife creó el Romance Gótico significa que hay ciertos elementos comunes a sus obras y al romance gótico del siglo XIX: la heroína arruinada por su propia inocencia, la fortaleza secreta que funciona como ciudad paralela, el héroe proscrito que jura venganza al mundo que lo ha excomulgado, etc.
Por otro lado, Marx y Freud, como "iniciadores de prácticas discursivas", no sólo hicieron posible un cierto número de analogías que podían ser adoptadas por textos futuros, sino que también, y con igual importancia, hicieron posible un cierto número de diferencias. Abrieron un espacio para la introducción de elementos ajenos a ellos, los que, sin embargo permanecen dentro del campo del discurso que ellos iniciaron.
¿No es éste el caso, sin embargo, del fundador de cualquier ciencia nueva o de cualquier autor que exitosamente transforma una ciencia existente? Después de todo, Galileo es indirectamente responsable de los textos de aquellos quienes mecánicamente aplicaron las leyes que él formuló; además de haber preparado el terreno para la producción de afirmaciones muy diferentes a las suyas.
Superficialmente entonces, la iniciación de prácticas discursivas parece similar a la fundación de cualquier empresa científica, pero creo que hay una diferencia fundamental.
En un programa científico, el acto fundacional se encuentra en pie de igualdad con sus futuras transformaciones: es meramente una entre las muchas que hace posible. Esta interdependencia puede adoptar distintas formas. En el desarrollo futuro de una ciencia, el acto fundacional puede parecer poco más que una única instancia de un fenómeno más general que ha sido descubierto. Podría ser cuestionado, en forma retrospectiva, por ser demasiado intuitivo o empírico, y sometido a los rigores de nuevas operaciones teóricas, a los efectos de situarlos en un ámbito formal.
Finalmente, podría considerarse una generalización precipitada cuya validez debería ser restringida. En otras palabras, el acto fundacional de una ciencia puede ser siempre recanalizado a través de la maquinaria de transformaciones que ha instituido.
Por otro lado, la iniciación de una práctica discursiva es heterogénea con respecto a sus transformaciones ulteriores.
Ampliar la práctica sicoanalítica, tal como fuera iniciada por Freud, no es conjeturar una generalidad formal no puesta de manifiesto en su comienzo; es explorar un número de ampliaciones posibles. Limitarla es aislar en los textos originales un pequeño grupo de proposiciones o afirmaciones a las que se les reconoce un valor inaugural y que revelan a otros conceptos o teorías freudianas como derivados. Finalmente, no hay afirmaciones "falsas" en la obra de estos iniciadores; aquellas afirmaciones consideradas inesenciales o "prehistóricas", por estar asociadas con otro discurso, son simplemente ignoradas en favor de los aspectos más pertinentes de su obra.
La iniciación de una práctica discursiva, a diferencia de la fundación de una ciencia, eclipsa y está necesariamente desligada de sus desarrollos y transformaciones posteriores. En consecuencia, definimos la validez teórica de una afirmación con respecto a la obra del iniciador, mientras que en el caso de Galileo o Newton, está basada en las normas estructurales e intrínsecas establecidas en Cosmología o Física. Dicho esquemáticamente, la obra de estos iniciadores no está situada en relación con la ciencia o en el espacio que ésta define; más bien, es la ciencia o la práctica discursiva que se relaciona con sus obras como los puntos primarios de referencia.
De acuerdo con esta definición, podemos entender por qué es inevitable que los practicantes de tales discursos deban "regresar al origen". Aquí, además, es necesario distinguir el "regreso" de los "redescubrimientos" o las "reactivaciones científicas". "Redescubrimientos" son los efectos de la analogía o el isomorfismo con formas actuales del conocimiento que permiten la percepción de figuras olvidadas u ocultas. "Reactivación" se refiere a algo muy diferente: la inserción del discurso en ámbitos totalmente nuevos de generalización, práctica y transformaciones.
La frase "regresar a", designa un movimiento con su propia especificidad, que caracteriza a la iniciación de prácticas discursivas. Si regresamos, es debido a una omisión básica y constructiva, una omisión que no es el resultado de un accidente o incomprensión.
En efecto, el acto de iniciación es tal, en su esencia, que está inevitablemente sujeto a sus propias deformaciones; aquello que expone este acto y deriva de él es, al mismo tiempo, la raíz de sus divergencias y parodias. Esta omisión deliberada debe estar regulada por operaciones precisas que pueden ser situadas, analizadas y reducidas a un regreso al acto de iniciación.
La barrera impuesta por la omisión no fue agregada desde el exterior; se origina en la práctica discursiva en cuestión, la que le aporta su ley. Tanto la causa de la barrera como el medio para su remoción -esta omisión- (también responsable de los obstáculos que impiden regresar al acto de iniciación) sólo pueden ser resueltos por medio de un regreso. Además, se trata siempre de un regreso al texto en sí mismo, específicamente, a un texto primario y sin ornamentos, prestando particular atención a aquellas cosas registradas en los intersticios del texto, sus espacios en blanco y sus ausencias. Regresamos a aquellos espacios vacíos que han estado cubiertos por omisión u ocultos en una plenitud falsa y engañosa.
En estos redescubrimientos de una carencia esencial, encontramos la oscilación de dos respuestas características: "Esta observación ha sido hecha, no puede evitar verla si sabe leer", o a la inversa, "No, esa observación no está hecha en ninguna de las palabras impresas en el texto, pero está expresada a través de las palabras, en sus relaciones y en la distancia que las separa". De ello resulta naturalmente que este regreso, que es una parte del mecanismo discursivo, introduce modificaciones constantemente y que el regreso a un texto no es un suplemento histórico que se adheriría a la discursividad primaria y la redoblaría bajo la forma de un ornamento que después de todo, no es esencial. Es más bien un medio efectivo y necesario para transformar la práctica discursiva.
Un estudio de las obras de Galileo podría alterar nuestro conocimiento de la historia, pero no de la ciencia de la mecánica, mientras que un reexamen de los libros de Freud o Marx puede transformar nuestra interpretación del psicoanálisis o del marxismo.
Una última característica de estos regresos es que tienden a reforzar el vínculo enigmático entre un autor y sus obras. Un texto tiene un valor inaugural precisamente porque es la obra de un autor particular y nuestros regresos están condicionados por este conocimiento. El redescubrimiento de un texto desconocido de Newton o Cantor no modificará la cosmología clásica o la teoría de grupos; a lo sumo, cambiará nuestra apreciación de sus génesis históricas. Sin embargo, sacar a la luz Esquema del Psicoanálisis, a tal punto que lo reconozcamos como un libro de Freud, puede transformar no sólo nuestro conocimiento histórico sino también el campo de la teoría sicoanalítica, ya sea solamente a través de un cambio en la focalización o a nivel medular. Estos regresos, componentes importantes de las prácticas discursivas, construyen una relación entre autores "fundamentales" y mediatos, que no es idéntica a aquella que liga un texto ordinario a su autor inmediato.
Desafortunadamente, hay una decidida ausencia de proposiciones positivas en este ensayo ya que se refiere a procedimientos analíticos o directivas para investigaciones futuras, pero debo al menos dar las razones por las cuales atribuyo tanta importancia a la continuación de este trabajo. Desarrollar un análisis similar podría proveer la base para una tipología del discurso. Una tipología de esta clase no puede ser entendida adecuadamente en relación con los rasgos gramaticales, las estructuras formales y los objetos del discurso ya que indudablemente existen propiedades discursivas específicas o relaciones que son irreductibles a las reglas de la gramática y de la lógica y a las leyes que gobiernan los objetos.
Estas propiedades requieren investigación si esperamos distinguir las grandes categorías del discurso. Las diferentes formas de relaciones (o la ausencia de éstas) que un autor puede asumir son evidentemente una de estas propiedades discursivas.
Esta forma de investigación podría también permitir la introducción de un análisis histórico del discurso. tal vez ha llegado la hora de estudiar no sólo el valor expresivo y las transformaciones formales del discurso sino su modo de existencia: las modificaciones y variaciones, dentro de cualquier cultura, de los modos de circulación, valorización, atribución y apropiación. En parte a expensas de los temas y conceptos que un autor ubica en su obra, el "autor-función" podría también revelar la manera en que el discurso es articulado sobre la base de las relaciones sociales.
¿No es posible reexaminar, como una extensión legítima de este tipo de análisis, los privilegios del sujeto? Claramente, al emprender un análisis interno y arquitectónico de una obra (tanto sea un texto literario, un sistema filosófico o un trabajo científico) y al delimitar referencias sicológicas y biográficas, surgen sospechas concernientes a la naturaleza absoluta y al rol creativo del sujeto. Pero el sujeto no debería ser abandonado por completo. Debería ser reconsiderado, no para reestablecer el tema de un sujeto originador, sino para captar sus funciones, su intervención en el discurso y su sistema de dependencias.
Deberíamos suspender las preguntas típicas: ¿cómo un sujeto aislado penetra la densidad de las cosas y las dota de significado? ¿Cómo cumple su propósito dando vida a las reglas del discurso desde el interior?
Más bien, deberíamos preguntar: ¿bajo qué condiciones y a través de qué formas puede una entidad como el sujeto aparecer en el orden del discurso? ¿Qué posición ocupa? ¿Qué funciones exhibe? y ¿qué reglas sigue en cada tipo de discurso? En pocas palabras, el sujeto (y sus sustitutos) debe ser despojado de su rol creativo y analizado como una función, compleja y variable.
El autor, o lo que he llamado "autor-función", es indudablemente sólo una de las posibles especificaciones del sujeto y, considerando transformaciones históricas pasadas, parece ser que la forma, la complejidad, e incluso la existencia de esta función, se encuentran muy lejos de ser inmutables. Podemos imaginar fácilmente una cultura donde el discurso circulase sin necesidad alguna de su autor. Los discursos, cualquiera sea su status, forma o valor, e independientemente de nuestra manera de manejarlos, se desarrollarían en un generalizado anonimato.
No más repeticiones agotadoras. "¿Quién es el verdadero autor?" "¿Tenemos pruebas de su autenticidad y originalidad?" "¿Qué ha revelado de su más profundo ser a través de su lenguaje?". Nuevas preguntas serán escuchadas: "¿Cuáles son los modos de existencia de este discurso?" "¿De dónde proviene? ¿Cómo se lo hace circular? ¿Quién lo controla?" "¿Qué ubicaciones están determinadas para los posibles sujetos?" "¿Quién puede cumplir estas diversas funciones del sujeto?". Detrás de todas estas preguntas escucharíamos poco más que el murmullo de indiferencia: "¿Qué importa quién está hablando?"
(1969).
Fragmento de “¿Wath is an author?” (1969), en Critical Theory since 1965, Hazard Adams y Leroy Searle (eds.), Florida State UP, Tallahassee, 1966 (138/148).
Abysso- Mensajes : 2592
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Re: El comunismo que el Comunismo no reconoce
¿Qué es el estructuralismo?
Podríamos mencionar seis criterios, por extensión del post colocaré los primeros tres; pero primero una intro para la pregunta... «¿Qué es el estructuralismo?» Estas preguntas tienen un interés real, siempre que sean actuales y nos remitan a obras en proceso de creación. Estamos en 1967. No podemos invocar el carácter inacabado de las obras para soslayar una respuesta, puesto que es este mismo carácter lo que confiere a la pregunta su sentido. En consecuencia, la pregunta «¿Qué es el estructuralismo»? tiene que transformarse de algún modo. En primer lugar: ¿quién es estructuralista? También en lo más actual hay costumbres. La costumbre designa y cataloga así, con razón o sin ella, a un lingüista como Roman Jakobson, a un sociólogo como C. Lévi–Strauss, a un psicoanalista como J. Lacan, a un filósofo que ha renovado la epistemología como M. Foucault, a un filósofo marxista como L. Althusser, a un crítico literario como R. Barthes, a los escritores del grupo Tel Quel… Algunos aceptan el término «estructuralismo» y emplean la palabra «estructura»; otros prefieren el término saussureano «sistema». Son pensadores muy diferentes, de distintas generaciones, y algunos de ellos han ejercido una influencia real sobre otros. Pero lo principal es la extrema diversidad de los dominios que exploran. Cada uno de ellos se ocupa de problemas, métodos o soluciones que mantienen relaciones de analogía, como si participasen de una misma atmósfera de la época, de un espíritu de los tiempos que se determina en función de descubrimientos y creaciones singulares en cada uno de esos dominios. Las palabras acabadas en –ismo están, en este sentido, bien fundadas.
Hay razones para considerar la lingüística como el origen del estructuralismo: no solamente Saussure, sino también las Escuelas de Moscú y Praga. Y si el estructuralismo se ha extendido rápidamente a otros dominios no es, en esta ocasión, por razones de analogía: no se trata sólo de instaurar métodos «equivalentes» a aquellos que, en principio, han sido fructíferos en el campo del análisis del lenguaje. En realidad, no hay estructura más que de aquello que es lenguaje, aunque se trate de un lenguaje esotérico o incluso no verbal. No hay una estructura del inconsciente más que en la medida en que el inconsciente habla y es lenguaje. No hay estructura de los cuerpos sino en la medida en que suponemos que los cuerpos hablan el lenguaje de los síntomas. Las propias cosas tienen una estructura en la medida en que mantienen un discurso silencioso, un lenguaje de signos. Entonces, la pregunta «¿qué es el estructuralismo?» se transforma otra vez; es mejor preguntar: ¿cómo reconocemos a quienes se denomina estructuralistas? ¿Acaso ellos también se reconocen entre sí? Porque no se reconoce a las personas a primera vista, se reconocen las cosas invisibles e insensibles que ellos reconocen a su manera. ¿Cómo hacen los estructuralistas para reconocer en tal dominio un lenguaje, el lenguaje propio de ese dominio? A continuación proponemos únicamente algunos criterios formales de reconocimiento, lo más simples que sea posible, y aportamos en cada caso ejemplos de los autores citados, a pesar de la diversidad de sus trabajos y proyectos.
http://estafeta-gabrielpulecio.blogspot.com/2008/10/deleuze-4.html
Primer criterio: lo simbólico
.Estamos habituados, casi se diría que condicionados a la distinción o a la correlación entre lo real y lo imaginario. Todo nuestro pensamiento mantiene un juego dialéctico entre estas dos nociones. Incluso cuando la filosofía clásica habla del intelecto o del entendimiento puro, se trata aún de una facultad que se define por su aptitud para captar lo real hasta su fondo, lo real «de verdad», tal y como es, por oposición a (pero también en relación con) el poder de la imaginación. Citemos movimientos de creación muy diferentes: el romanticismo, el simbolismo, el surrealismo… A veces invocan el punto trascendente en el cual lo real y lo imaginario se interpenetran y se unen, otras señalan entre ellos una rígida frontera, como si fuesen el trazado de su frontera. En cualquier caso, permanecen fieles a la oposición y a la complementariedad de lo imaginario y lo real. Al menos en la interpretación tradicional del romanticismo, del simbolismo, etcétera. Incluso el freudismo se interpreta en la perspectiva de estos dos principios: el principio de realidad, con su poder de decepción, y el principio del placer con su capacidad de satisfacción alucinatoria. A más abundamiento, métodos como los de Jung o Bachelard se inscriben enteramente en lo real y lo imaginario, en el cuadro de sus relaciones complejas, de su unificación trascendente y de su tensión liminar, de su fusión y de su separación.
Ahora bien, el primer criterio del estructuralismo es el descubrimiento y el reconocimiento de un tercer orden, de un tercer reino: el de lo simbólico. Se rechaza la confusión de lo simbólico con lo imaginario tanto como con lo real, y ello constituye la primera dimensión del estructuralismo. También aquí comenzó todo en la lingüística: más allá de la palabra, en su realidad y en sus partes sonoras, más allá de las imágenes y conceptos asociados a las palabras, el lingüista estructural descubre un elemento de naturaleza completamente diferente, un objeto estructural. Y quizá es éste el elemento simbólico en el que se instalan los novelistas del grupo Tel Quel, tanto para renovar las realidades sonoras como los relatos asociados a ellas. Más allá de la historia de los hombres y de la historia de las ideas, Michel Foucault descubre un suelo más profundo, subterráneo, que constituye el objeto de lo que él llama arqueología del pensamiento. Tras los hombres reales y sus relaciones reales, tras las ideologías y sus relaciones imaginarias, Louis Althusser descubre un dominio más profundo que es objeto de la ciencia y de la filosofía.
En el terreno del psicoanálisis, ya hemos tenido muchas clases de padres: ante todo un padre real, pero también las imágenes del padre. Y todos nuestros dramas tenían lugar en el terreno de las relaciones entre el padre real y el imaginario. Jacques Lacan ha descubierto un tercer padre, padre simbólico o Nombre–del–Padre. No solamente lo real y lo imaginario, sino también sus relaciones y los problemas asociados a ellas, han de pensarse como el límite del proceso en el cual se constituyen a partir de lo simbólico. Para Lacan, como para otros estructuralistas, lo simbólico como elemento de la estructura es el principio de una génesis: la estructura se encarna en las realidades y las imágenes de acuerdo con series determinables; es más, constituye tales series al encarnarse en ellas, pero no deriva de ellas, pues es más profundo, es el subsuelo de todas las tierras de la realidad y de todos los cielos de la imaginación. Y, por tanto, son las catástrofes propias del orden simbólico estructural las que dan cuenta de los problemas aparentes de lo real y lo imaginario: sea el caso de El hombre de los lobos en la interpretación de Lacan: por haber quedado sin simbolizar («forclusion») el tema de la castración, resurge en lo real bajo la forma alucinatoria de un dedo cortado. (1)
Podemos numerar lo real, lo imaginario y lo simbólico como 1, 2 y 3. Pero es posible que estas cifras tengan un valor cardinal además de ordinal. Pues lo real, en sí mismo, no puede separarse de un cierto ideal de unificación o totalización: lo real tiende a lo uno, es Uno en su «verdad». Cuando vemos dos en ese uno, cuando lo desdoblamos, aparece lo imaginario en cuanto tal, incluso aunque ejerza su acción en la realidad. Por ejemplo, el padre real es uno, o quiere serlo según su propia ley; pero la imagen del padre es siempre, en sí misma, doble, se escinde según la ley de lo dual. Se proyecta al menos sobre dos personajes, uno de los cuales asume el papel del padre del juego, el padre–bufón, mientras que el otro es el padre del trabajo y del ideal: así sucede con el Príncipe de Gales en Shakespeare, que pasa de una imagen del padre a la otra, de Falstaff a la corona. Lo imaginario se define por los juegos de espejos, de desdoblamiento, de identificación y proyección invertida, siempre en el modo de lo doble (2).Y acaso, por su parte, lo simbólico es siempre «tres». No es solamente el tercero después de lo real y lo imaginario, sino que en lo simbólico hemos de buscar siempre un tercero: la estructura es, como mínimo, triádica, pues de no ser así nada «circularía» por ella –un tercero que es a la vez irreal e inimaginable.
¿Por qué? El primer criterio consiste en esto: la posición de un orden simbólico, irreductible al orden de lo real y al de lo imaginario. Aún no sabemos en qué consiste este elemento simbólico. Pero podemos decir, cuando menos, que la estructura correspondiente no tiene relación alguna con una forma sensible, ni con una figura de la imaginación, ni con una esencia inteligible. No tiene nada que ver con una forma: pues la estructura no se define por la autonomía del todo, por el primado del todo con respecto a sus partes, por una Gestalt que se ejercería en lo real y en la percepción; la estructura, al contrario, se define por la naturaleza de ciertos elementos atómicos que pretenden dar cuenta, al mismo tiempo, de la formación de los todos y de la variación de sus partes. No tiene nada que ver con las figuras de la imaginación, si bien el estructuralismo está todo él lleno de reflexiones sobre la retórica, la metáfora y la metonimia; pero estas figuras implican en sí mismas desplazamientos estructurales que deben dar cuenta tanto de lo propio como de lo figurado. Finalmente, nada que ver con una esencia: se trata de una combinatoria que remite a elementos formales que no tienen, en cuanto tales, ni forma, ni significación, ni representación, ni contenido, ni realidad empírica dada, ni modelo funcional hipotético, ni inteligibilidad tras las apariencias; nadie ha mostrado mejor que Louis Althusser que el estatuto de la estructura es idéntico al de la «Teoría», y lo simbólico ha de entenderse como la producción de un objeto teórico original y específico.
A veces, el estructuralismo es agresivo: cuando denuncia el desconocimiento generalizado de esta categoría de lo simbólico, más allá de lo imaginario y de lo real. Otras veces es interpretativo: cuando renueva nuestra interpretación de algunas obras a partir de esta categoría, e intenta descubrir un punto original en donde se forma el lenguaje, se construyen las obras, se enlazan las ideas y las acciones. El romanticismo, el simbolismo, y también el freudismo y el marxismo, se convierten en otros tantos objetos de profunda interpretación. Aún más: las obras míticas, poéticas, filosóficas e incluso prácticas están sometidas a interpretación estructural. Pero esta reinterpretación vale sólo en la medida en que anima otras obras nuevas, actuales, como si lo simbólico fuese, inseparablemente, fuente de interpretación y de creación viva.
Segundo criterio: local o de posición
.¿En qué consiste el elemento simbólico de la estructura? Necesitamos ir poco a poco, diciendo y repitiendo, antes que nada, lo que no es. Distinto de lo real y de lo imaginario, no puede definirse por realidades preexistentes a las que remitiría y que designaría, ni por contenidos imaginarios o conceptuales que implicaría y de los cuales recibiría su significación. Los elementos de una estructura no tienen designación extrínseca ni significación intrínseca. ¿Qué nos queda, entonces? Como nos lo recuerda rigurosamente Lévi–Strauss, no tienen más que sentido: un sentido que es necesaria y únicamente de «posición» (3).No se trata de un lugar en una extensión real ni de espacios en extensiones imaginarias sino de lugares y sitios de un espacio propiamente estructural, es decir, topológico. El espacio es estructural, pero es un espacio inextenso, pre–extensivo, puro spatium constituido por aproximaciones y como orden de vecindad, en donde la noción de vecindad tiene ante todo un sentido precisamente ordinal y no una significación relativa a la extensión. También sucede en la biología genética: los genes forman parte de una estructura en la medida en que son inseparables de «loci», lugares susceptibles de cambiar de relaciones en el interior del cromosoma.
En suma, los lugares de un espacio puramente estructural son anteriores a las cosas y a los seres reales que vendrán a ocuparlos y anteriores a los roles y acontecimientos, siempre algo imaginarios, que aparecen necesariamente en cuanto estos lugares se ocupan.
La ambición científica del estructuralismo no es cuantitativa, sino topológica y relacional: Lévi–Strauss plantea constantemente este principio. Y cuando Althusser habla de estructura económica, precisa que los auténticos «sujetos» de esa estructura no son quienes vienen a llenar sus lugares, así como sus verdaderos objetos no son los papeles que desempeñan ni los acontecimientos que se producen, sino ante todo las propias posiciones de un espacio topológico y estructural definido por las relaciones de producción (4). Cuando Foucault define determinaciones como la muerte, el deseo, el trabajo, el juego, no las considera como dimensiones de la existencia humana empírica, sino ante todo como la cualificación de lugares o posiciones que hacen de quienes vengan a ocuparlas mortales, deseantes, trabajadores o jugadores, pero que sólo ocuparan esas posiciones secundariamente, obteniendo sus roles de un orden de vecindad que pertenece a la misma estructura. Éste es el motivo de que pueda Foucault proponer un nuevo reparto de lo empírico y lo trascendental en donde este último término se define mediante un orden de lugares independiente de aquellos que empíricamente los ocupan (5). El estructuralismo es inseparable de una nueva filosofía trascendental en la que los lugares priman sobre quien los ocupa. El padre, la madre, etcétera, son ante todo lugares de una estructura; somos mortales al ocupar nuestro puesto, al llegar a tal lugar marcado en la estructura por ese orden topológico de vecindades (incluso cuando nos adelantamos a nuestro turno).
«No es solamente el sujeto, sino los sujetos, tomados en su intersubjetividad, quienes ocupan sus puestos […] y modelan su propio ser a partir del momento de la cadena significante que les recorre […] El desplazamiento del significante determina a los sujetos en sus actos, en su destino, en sus rechazos, en sus cegueras, en sus éxitos y en sus albures, sean cuales sean sus dotes innatas y sus conquistas sociales, su carácter o su Sexo […]» (6). No se puede expresar mejor el hecho de que la psicología empírica se encuentra, no solamente fundada en, sino determinada por una topología trascendental.
*
De este criterio local o posicional se derivan varias consecuencias. En primer lugar, si los elementos simbólicos no tienen designación extrínseca ni significación intrínseca, sino únicamente un sentido de posición, ha de plantearse por principio que el sentido resulta siempre de la combinación de elementos que no son en sí mismos significantes (7). Como dice Lévi–Strauss en su discusión con Paul Ricoeur, el sentido es siempre un resultado, un efecto: no solamente un efecto en el sentido de un producto, sino también un efecto óptico, un efecto de lenguaje, un efecto de posición. Hay un profundo sinsentido del sentido, del cual procede el sentido mismo. Y no porque, de este modo, retornemos a lo que se llamó filosofía del absurdo. Para la filosofía del absurdo el sentido está esencialmente ausente. Para el estructuralismo, al contrario, siempre hay demasiado sentido, una superproducción o sobredeterminación del sentido, siempre excesivamente producido por la combinación de lugares de la estructura. (De ahí la importancia que, por ejemplo para Althusser, tiene el concepto de sobredeterminación.) Elsinsentido no es en absoluto lo absurdo o lo contrario del sentido, sino aquello que le confiere valor y lo produce, haciéndole circular a través de la estructura. El estructuralismo no le debe nada a Albert Camus, pero le debe mucho a Lewis Carroll.
*
La segunda consecuencia es la preferencia del estructuralismo por ciertos juegos y cierto teatro, por ciertos espacios de juego y de escena. No es casual que Lévi–Strauss se refiera a menudo a la teoría de juegos y, confiera tanta importancia a los juegos de cartas. O Lacan a las metáforas del juego, que son algo más que metáforas: no solamente el anillo que recorre la estructura, sino el lugar del muerto que circula en el bridge. Los juegos más nobles, como el ajedrez, son los que organizan una combinatoria de lugares en un puro spatium infinitamente más profundo que la extensión real del tablero y que la extensión imaginaria de cada figura. Althusser interrumpe su comentario de Marx para hablar de teatro, pero de un teatro que no es de realidades ni de ideas, un puro teatro de posiciones o de lugares que encuentra en Brecht su principio, y que acaso tendría hoy su expresión más elevada en Armand Gatti. En suma, el manifiesto del estructuralismo ha de buscarse en la célebre fórmula, eminentemente poética y teatral: pensar es arrojar los dados.
*
La tercera consecuencia es que el estructuralismo es inseparable de un nuevo materialismo, un nuevo ateísmo o un nuevo anti–humanismo. Pues si el lugar es anterior a quien lo ocupa, no basta con poner al hombre en el lugar de Dios para cambiar de estructura. Y si este lugar es el lugar del muerto, la muerte de Dios significa también la del hombre, en beneficio –así lo esperamos– de algo futuro que sólo puede advenir en la estructura y, mediante su mutación. Así es como se nos revelan el carácter imaginario del hombre (Foucault) o el carácter ideológico del humanismo (Althusser).
Tercer criterio: lo diferencial y lo singular
.¿En qué consisten estos elementos simbólicos o unidades de posición? Volvamos al modelo lingüístico. Lo que se distingue tanto de las partículas sonoras como de las imágenes y conceptos a ellas asociados se llama fonema. El fonema es la unidad lingüística mínima capaz de diferenciar dos palabras de diferente significado: por ejemplo, billard [billar] y pillard [bandido]. Es obvio que el fonema se encarna en letras, sílabas y sonidos, pero que no se reduce a ellos. Más bien las letras, las sílabas y los sonidos le otorgan una independencia, pues es en sí mismo inseparable de la relación fonológica que le une a otros fonemas: b/p. Los fonemas no existen independientemente de las relaciones que mantienen y mediante las cuales se determinan recíprocamente.
Podemos distinguir tres tipos de relaciones. Un primer tipo son las que se establecen entre elementos que gozan de independencia o autonomía: por ejemplo, 3+2, o incluso 2/3. Los elementos son reales, y sus relaciones también han de denominarse reales. Un segundo tipo de relaciones, por ejemplo x2+y2–R2=0, se establece entre términos cuyo valor no está especificado, pero que sin embargo han de tener un valor determinado en cada caso. Estas relaciones se pueden llamar imaginarias. El tercer tipo de relaciones es el que se establece entre elementos que carecen en sí mismos de todo valor determinado, y que no obstante se determinan recíprocamente en la relación, como ydy + xdx = 0, o dy/dx = x/y. Estas relaciones son simbólicas, y los elementos correspondientes mantienen una relación diferencial. Dy es completamente indeterminado con respecto a y, dx es completamente indeterminado respecto a x, ninguno de ellos tiene existencia, valor o significación. Pero, a pesar de ello, la relación dy/dx está perfectamente determinada, ambos elementos se determinan recíprocamente en su relación. Este proceso de determinación recíproca en el interior de una relación es lo que permite definir la naturaleza de lo simbólico. A veces se busca el origen del estructuralismo en la axiomática. Y es cierto que Bourbaki, por ejemplo, emplea la palabra «estructura». Pero lo hace, a nuestro modo de ver, en un sentido muy diferente al del estructuralismo, puesto que para Bourbaki se trata de relaciones entre elementos no especificados, ni siquiera cualitativamente, y no entre elementos que se especifican mutuamente en sus relaciones. La axiomática, en esta acepción, sería aún imaginaria, y no simbólica en sentido estricto. El origen matemático del estructuralismo ha de buscarse más bien en el cálculo diferencial, y más concretamente en la interpretación que de él hicieron Weierstrass y Russell, una interpretación estática y ordinal, que libera definitivamente al cálculo de toda referencia a lo infinitamente pequeño y que lo integra en una pura lógica de relaciones.
A las determinaciones de las relaciones diferenciales corresponden singularidades, distribuciones de puntos singulares que caracterizan a las curvas o a las figuras (un triángulo, por ejemplo, tiene tres puntos singulares). Así, la determinación de las relaciones fonológicas propias de una lengua dada señala las singularidades en cuyas inmediaciones se constituyen las sonoridades y significaciones de esa lengua. La determinación recíproca de los elementos simbólicos se prolonga en la determinación completa de los puntos singulares que constituyen el espacio correspondiente a estos elementos. La noción capital de singularidad, tomada alpie de la letra, parece pertenecer a todos los dominios en donde hay una estructura. La fórmula general «pensar es arrojar los dados» remite por si misma a las singularidades representadas por los puntos inscritos en los dados. Toda estructura presenta estos dos aspectos: un sistema de relaciones diferenciales a partir del cual los elementos simbólicos se determinan recíprocamente, y un sistema de singularidades que corresponden a esas relaciones y que trazan el espacio de la estructura. Toda estructura es una multiplicidad. La pregunta: ¿hay estructura en cualquier dominio? debe, por tanto, matizarse de este modo: ¿es posible, en tal o cual dominio, determinar elementos simbólicos, relaciones diferenciales y puntos singulares que le sean propios? Los elementos simbólicos se encarnan en los entes y objetos reales del dominio considerado; las relaciones diferenciales se actualizan en relaciones reales entre esos entes; las singularidades forman los lugares de la estructura y distribuyen los roles o las actitudes imaginarias de los entes u objetos que los ocupan.
No se trata de metáforas matemáticas. En cada dominio hay que encontrar los elementos, las relaciones y los puntos. Lévi–Strauss emprende el estudio de las estructuras elementales del parentesco sin considerar únicamente a los padres reales de una sociedad o las imágenes del padre que recorren los mitos de esa sociedad; pretende descubrir auténticos fonemas del parentesco, es decir, parentemas, unidades de posición que no existen independientemente de las relaciones diferenciales que mantienen y que se determinan recíprocamente. Así, las cuatro relaciones forman la estructura más simple. Y a esta combinatoria de las «denominaciones parentales» corresponden, sin semejanza y de un modo complejo, las «actitudes entre los parientes» que efectúan las singularidades determinadas por el sistema. También se puede proceder a la inversa: partir de las singularidades hasta determinar las relaciones diferenciales entre elementos simbólicos últimos. Tomando el ejemplo del mito de Edipo, Lévi–Strauss comienza con las singularidades del relato (Edipo se casa con su madre, mata a su padre, inmola a la Esfinge, recibe el nombre de «pies hinchados», etcétera), para inferir las relaciones diferenciales entre «mitemas» que se determinan recíprocamente (relaciones de parentesco sobrevaloradas, relaciones de parentesco subestimadas, negación de la autoctonía, persistencia de la autoctonía) (8). En ambos casos, los elementos simbólicos y sus relaciones determinan la naturaleza de los seres y objetos que las efectúan, así como las singularidades forman un orden de lugares que determina simultáneamente los roles y actitudes de tales seres en la medida en que ocupan esos lugares. La determinación de la estructura desemboca, por tanto, en una teoría de las actitudes que expresan su funcionamiento.
Las singularidades corresponden a los elementos simbólicos y a sus relaciones, pero no se parecen a ellos. Más bien se diría que los «simbolizan». Derivan de ellos, ya que toda determinación de relaciones diferenciales entraña un reparto de los puntos singulares. Pero, por ejemplo, los valores de las relaciones diferenciales se encarnan en especies, mientras que las singularidades se encarnan en las partes orgánicas que corresponden a cada especie. Unos constituyen variables, las otras, funciones. Los primeros constituyen el dominio de las denominaciones de una estructura, las segundas el de las actitudes. Lévi–Strauss ha insistido en este doble aspecto: derivación y, no obstante, irreductibilidad de las actitudes a las denominaciones (9). Un discípulo de Lacan, Serge Leclaire, muestra cómo, en otro dominio, los elementos simbólicos del inconsciente remiten necesariamente a «movimientos libidinales» del cuerpo que encarnan las singularidades de la estructura en tal o cual lugar (10).Toda estructura es, en este sentido, psicosomática, o más bien representa un complejo «categoría–actitud».
Consideremos la interpretación del marxismo que ofrecen Althusser y sus colaboradores: ante todo, las relaciones de producción se determinan como relaciones diferenciales que se establecen, no entre hombres reales o individuos concretos, sino entre objetos y agentes que tienen en principio un valor simbólico (objeto de la producción, instrumento de producción, fuerza de trabajo, trabajadores inmediatos, no–trabajadores inmediatos, tal y como están incluidos en las relaciones de propiedad y de apropiación) (11). Cada modo de producción se caracteriza, pues, por singularidades correspondientes a los valores de las relaciones. Es evidente que los hombres concretos ocupan los lugares y efectúan las relaciones de la estructura, pero no lo es menos que sólo pueden hacerlo ateniéndose al papel que el lugar estructural les asigna (por ejemplo, el «capitalista»), y sirviendo de soporte a las relaciones estructurales: «los verdaderos sujetos no son estos ocupantes o estos funcionarios […] sino la definición y la distribución de tales lugares y funciones». El verdadero sujeto es la estructura misma: lo diferencial y lo singular, las relaciones diferenciales y los puntos singulares, la determinación recíproca y la determinación completa.
(*)En François Châtelet (ed.), Histoire de la philosophie. t. VIII. El siglo XX. Hachette. París. 1972. pp. 299‑335 (Vid. nota del texto anterior, [N. del T]).
(1). Cfr. J. Lacan, Ecrits, Seuil, París, 1966, pp. 386‑389 (trad. cast. T. Segovia, Escritos. Siglo XXI. México, 1971 y 1975, [N. del T]).
(2). J. Lacan es, sin duda, quien ha llevado más lejos el análisis original de la distinción entre lo imaginario y lo simbólico. Pero, de diversas formas, esta distinción está también en todos los estructuralistas.
(3). Cfr. Esprit, noviembre de 1963.
(4). L. Althusser, en Lire Le Capital, 2vols., París, Maspero, 1965, t. II, p. 157 (trad. cast. Para leer El Capital, Siglo XXI, México, 1974, [N. del T])
(5). M. Foucault, Les mots et les coses, París, Gallimard, 1966, pp. 329 ss (trad. cast. Las palabras y las cosas, Siglo XXI, México, 1968, [N. del T.]).
(6). J. Lacan, Ecrits, p. 30.
(7) . C. Lévi‑Strauss, Esprit, noviembre de 1963.
(8). C. Lévi‑Strauss, Anthropologie structurale, Plon, París, 1958. pp. 235 ss. (trad. cast. Antropología estructural, EUDEBA, Buenos Aires, 1968. [N. del T]).
(9). Ibíd., pp. 343 ss.
(10). S. Leclaire, «Compter avec la psychanalyse», en Cahiers pour l’Analyse, nº 8.
(11). L. Althusser, Lire Le Capital, t. II, pp. 152‑157 (cfr. también F. Bailibar, pp. 205 ss).
Abysso- Mensajes : 2592
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Re: El comunismo que el Comunismo no reconoce
Por otro lado pareciera que hay un puñado grande en internet que le duele mucho que hayan personas bien formadas y estudiosas utilizando plataformas virtuales como youtube o blogs. Desacreditar los excelentes materiales e investigaciones que muestra Diego Singer por tan sólo usar youtube de vez en cuando como medio o manera (así como hay personas de la academia también en foros), me recuerda a las hermosas enseñanzas sobre las pasiones tristes. Pero mucho gastar renglones en acusar a las afirmaciones expresadas y fundamentadas sólo por pertenecer a tal o cual autor, eso, no responde a sus excelentes exposiciones.
Además acusaciones sin siquiera la fundamentación basada en lo que los mismos pensadores mencionados exponen cada cual. Por ejemplo, ya lo habló Deleuze (muy referenciado por Tiqqun en el video del post1) con Actuel, algo sobre el capitalismo que aparece muy presente en el fragmento de Tiqqun (que no vale menos como texto por estar linkeado de youtube):
Actuel.- Cuando describen el capitalismo, dicen ustedes: «No existe ninguna operación, ni el más mínimo mecanismo industrial o financiero que no manifieste la demencia de la máquina capitalista y el carácter patológico de su racionalidad (que no es en absoluto una falsa racionalidad sino la verdadera racionalidad de esta patología, de esta demencia, porque no hay duda de que la máquina funciona). No corre peligro alguno de enloquecer, ya está loca de punta a cabo, y de ahí extrae su racionalidad». ¿Significa esto que, tras esta sociedad «anormal» o fuera de ella, puede haber una sociedad «normal»?
Gilles Deleuze.- Nosotros no empleamos los términos «normal» y «anormal». Todas las sociedades son racionales e irracionales al mismo tiempo: son racionales en sus mecanismos, en sus engranajes, en sus sistemas de conexión, e incluso por el lugar que asignan a lo irracional. Sin embargo, todo ello presupone códigos o axiomas que no son fruto del azar pero que carecen, por su parte, de una racionalidad intrínseca. Ocurre como en la teología: si se admiten el pecado, la inmaculada concepción y la encarnación, todo es completamente racional. La razón es siempre una región aislada de lo irracional. No al abrigo de lo irracional, sino atravesada por ello y definida únicamente por un determinado tipo de relaciones entre los factores irracionales. En el fondo de toda razón está el delirio, la deriva. En el capitalismo, todo es racional salvo el capital. Un mecanismo bursátil es perfectamente racional, se puede comprender, se puede aprender, los capitalistas saben cómo aprovecharse de él, y sin embargo es completamente delirante, demencial. Éste es el sentido en el que decimos que lo racional es siempre la racionalidad de algo irracional. En El Capital de Marx hay un aspecto sobre el cual no se ha llamado suficientemente la atención, a saber, hasta qué punto está el propio Marx fascinado por los mecanismos capitalistas, precisamente porque son demenciales y, a la vez, funcionan a la perfección.
¿Qué es, entonces, lo racional en una sociedad? Puesto que los intereses ya están definidos por el marco de esa misma sociedad, lo racional es el modo en el que la gente los persigue y se propone su realización. Pero bajo los intereses están los deseos, las posiciones de deseo, que no se confunden con las posiciones de interés pero de las cuales dependen estas últimas, tanto en su determinación como en su distribución: un inmenso fluido, todos los flujos libidinales-inconscientes que constituyen el delirio de una sociedad. La verdadera historia es la historia del deseo.
Un capitalista o un tecnócrata de nuestros días no desea de la misma manera que un mercader de esclavos o que un funcionario del antiguo imperio chino. Los miembros de una sociedad desean la represión, la de los demás y la de ellos mismos; siempre hay gente que quiere fastidiar a otra gente, y que tiene posibilidad de hacerlo, «derecho» a hacerlo: ahí es donde se pone de manifiesto el problema de un vínculo profundo entre el deseo libidinal y el campo social. Un amor «desinteresado» hacia la máquina opresora: Nietzsche ha escrito cosas muy bellas sobre este triunfo permanente de los esclavos, sobre el modo en que los amargados, los deprimidos y los débiles nos imponen su manera de vivir.
Actuel.- Pero, precisamente, ¿qué es lo característico del capitalismo en este problema?
Gilles Deleuze.- ¿Será que en el capitalismo el delirio y el interés, o el deseo y la razón, se reparten de una manera completamente nueva, especialmente «anormal»? Yo diría que sí. El dinero, el capital-dinero, es un umbral de demencia para el cual no habría en psiquiatría más que un equivalente: lo que se llama «estado terminal». Es muy complicado, pero se trata de una observación de detalle. En las demás sociedades hay explotación y también hay escándalos y secretos, pero ello forma parte del «código» e incluso hay códigos explícitamente secretos. En el capitalismo las cosas son muy distintas: nada es secreto, al menos en principio y según el código (por ello, el capitalismo es «democrático» y se reclama del lado de lo «público» hasta en términos jurídicos). Sin embargo, todo es inconfesable. La propia legalidad es inconfesable. En contraste con otras sociedades, se trata al mismo tiempo de un régimen de lo público y de lo inconfesable. Es lo propio del régimen del dinero, un delirio especialísimo. Fíjese en lo que actualmente se denomina «escándalo»: los periódicos hablan profusamente de ello, todo el mundo parece defenderse o atacar, pero la búsqueda de lo legal y lo ¡legal en esos asuntos es vana teniendo en cuenta el régimen capitalista. La declaración de impuestos de Chaban, (1) las operaciones inmobiliarias, los grupos de presión y en general los mecanismos económicos y financieros del capital, todo es legal a grandes rasgos, a excepción de algunas sombras; además, todo es público, sólo que todo es inconfesable. Si la izquierda fuera «razonable», se contentaría con divulgar los mecanismos económicos y financieros. No haría falta publicar lo privado, bastaría con confesar lo que ya es público. Encontraríamos entonces una locura que no tiene parangón con la de los manicomios. En lugar de esto, nos hablan de «ideología». Pero la ideología no tiene ninguna importancia: lo que cuenta no es la ideología, ni tampoco la oposición «económico-ideológico», sino la organización del poder. Porque la organización del poder es la manera en la que el deseo está ya de entrada en lo económico y fomenta las formas políticas de la represión.
Actuel.- ¿Es la ideología una ilusión óptica?
Gilles Deleuze.- En absoluto. Decir que «la ideología es una ilusión óptica» es aún una tesis tradicional. Se sitúa de un lado a la infraestructura, lo económico, lo serio, y del otro lado se ubica la superestructura, de la que forma parte la ideología, y se rechazan los fenómenos de deseo como ¡deología. Es un buen procedimiento para no ver cómo el deseo trabaja ya en la infraestructura, cómo la llena, cómo forma parte de ella y cómo organiza, en esa medida, el poder, es decir, cómo se organiza el sistema represivo. No decimos que la ideología sea una ilusión óptica (o un concepto que designa algo engañoso), decimos que no hay ideología, que es un concepto ilusorio. Por eso resulta tan conveniente para el PC y para el marxismo ortodoxo. El marxismo ha dado tanta importancia al tema de las ideologías para así ocultar mejor lo que sucedía en la URSS: esa nueva organización del poder represivo. No hay ideología, sólo hay organizaciones de poder, teniendo en cuenta que la organización del poder implica la unidad del deseo y la estructura económica. Pongamos dos ejemplos. La enseñanza: los izquierdistas, en Mayo del 68, han perdido mucho tiempo intentando que los profesores hiciesen su autocrítica como agentes de la ideología burguesa. Esto es una imbecilidad, además de que halaga las pulsiones masoquistas de los profesores. La lucha contra las oposiciones fue abandonada en beneficio de la querella o de la gran confesión pública anti-ideológica. Durante este período, los profesores más duros reorganizaban su poder sin dificultades. El problema de la enseñanza no es un problema ideológico sino un problema de organización del poder: la especificidad del poder docente es lo que aparece como una ideología, pero se trata de una mera ilusión. El poder de la enseñanza primaria no es ninguna tontería: se ejerce sobre los niños. Segundo ejemplo: el cristianismo. La Iglesia manifiesta una enorme satisfacción cuando es tratada como una ideología, porque puede entrar en el debate y así robustecer su ecumenismo. Pero el cristianismo nunca fue una ideología, es una organización de poder muy original, muy específica, que ha presentado formas muy diversas desde la época del Imperio Romano y la Edad Media y que ha inventado la idea de un poder internacional. Esto es mucho más importante que la ideología.
Félix Guattari.- Ocurre lo mismo en las estructuras políticas tradicionales. Siempre reaparece la misma estratagema: el gran debate ideológico en la asamblea general y las cuestiones de organización en comisiones especializadas. Éstas se presentan como secundarias, como determinadas por las opciones políticas. Pero es al revés: los problemas reales son los de organización, que nunca se explicitan ni se racionalizan, y que enseguida se proyectan en términos ideológicos. Ahí es donde surgen las verdaderas divisiones: un tratamiento del deseo y del poder, de las posiciones libidinales, de los Edipos de grupo, de los «superyoes» de grupo, de los fenómenos de perversión… A continuación, se construyen las oposiciones políticas: un individuo adopta tal opción frente a otro porque, en el orden de la organización y del poder, ya ha escogido y aborrecido a su adversario.
Actuel.- Su análisis es convincente en el caso de la Unión Soviética o del capitalismo. Pero ¿y si descendemos al detalle? Si, por definición, todas las oposiciones ideológicas enmascaran conflictos de deseo, ¿cómo analizarían ustedes, por ejemplo, las divergencias entre tres grupúsculos trotskistas? ¿De qué conflicto de deseo puede tratarse en ese caso? A pesar de las querellas políticas; cada grupo parece cumplir, de cara a sus militantes, la misma función: una jerarquía que ofrece seguridad, la reconstrucción de un pequeño medio social, una explicación definitiva del mundo… No veo las diferencias.
Félix Guattari.- Como un ejemplo cuya semejanza con grupos reales es sólo fortuita, podemos imaginar a uno de los grupos como definido por su fidelidad a las posiciones históricas de la izquierda comunista en el momento de la creación de la Tercera Internacional. Hay toda una axiomática, incluso a nivel fonológico -el modo de articular ciertas palabras, el gesto que las acompaña-, y además las estructuras organizativas, la concepción de las relaciones que se han de mantener con los aliados, los centristas, los adversarios… Esto puede corresponder a una determinada figura de la edipización, un universo intangible y confortable como el del obseso, que pierde todas sus referencias si se cambia de sitio uno solo de sus objetos familiares. A través de esta identificación con figuras e imágenes recurrentes, se trata de alcanzar un tipo de eficacia, la del estalinismo: nada de ideología, como se ve. En otro de los grupos, y aun manteniendo el marco metodológico general, se busca una actualización: «Hay que tener en cuenta, camaradas, que aunque el enemigo siga siendo el mismo, las condiciones han cambiado». Tenemos entonces un grupúsculo más abierto. Se trata de un compromiso: se ha superado la primera imagen manteniéndola vigente, y se han inyectado otras nociones. Se multiplican las reuniones y los cursillos, y también las intervenciones externas. Hay en la voluntad deseante, como dice Zazie, un cierto procedimiento para fastidiar a los alumnos, y en otros casos un cierto procedimiento para fastidiar a los militantes.
En cuanto al fondo de los problemas, todos estos grupos dicen grosso modo lo mismo. Pero se oponen radicalmente en su estilo: la definición del líder, de la propaganda, la concepción de la disciplina, de la fidelidad, de la modestia, del ascetismo del militante. ¿Cómo dar cuenta de estas polaridades sin hurgar en la economía del deseo de la máquina social? Hay un gran abanico, de los anarquistas a los maoístas, tanto política como analíticamente. Y ello por no hablar, fuera ya de la estrecha franja de los grupúsculos, de la masa de gentes que no saben cómo definirse exactamente dentro del movimiento izquierdista, el atractivo de la acción sindical, de la revuelta, las expectativas o el desinterés… Habría que describir el papel que desempeñan estas máquinas de liquidar el deseo que son los grupúsculos, esta labor de molienda y tamizado. El dilema es: ser derrotado por el sistema social o integrarse en los marcos preestablecidos de estas pequeñas iglesias. En ese sentido, Mayo del 68 fue una asombrosa revelación. La potencia deseante alcanzó tal grado de aceleración que hizo estallar los grupúsculos. Después, estos grupúsculos se recuperaron rápidamente y participaron en el retorno al orden junto con el resto de las fuerzas represivas, la CGT, el PC, las CRS (2) o Edgar Faure (3). Y esto no lo digo solamente como provocación. No cabe duda de que los militantes se enfrentaron valientemente a la policía. Pero si dejamos de lado la esfera de la lucha de intereses y consideramos la función del deseo, hay que reconocer que la dirección de ciertos grupúsculos trataba a la juventud con un talante represivo: contener el deseo liberado para canalizarlo.
Actuel.- Pero ¿qué es un deseo liberado? Comprendo bien en qué se puede traducir en el caso de un individuo o de un grupo pequeño: una creación artística o romper unos cristales, quemarlo todo o, más sencillamente, la desidia o el apoltronamiento en una pereza vegetal. Pero ¿y después? ¿Qué sería un deseo colectivamente liberado a la escala de un grupo social?¿Cuentan ustedes con ejemplos concretos? ¿Y qué significaría para «el conjunto de la sociedad», si es que ustedes no rechazan, como hace Michel Foucault, esta expresión?
Félix Guattari.- Hemos tomado como referencia el deseo en uno de sus estados más críticos y extremos, el del esquizofrénico. El esquizofrénico que puede producir algo, más allá o más acá del esquizofrénico internado, machacado por la química y la represión social. Nos parece que algunos esquizofrénicos expresan directamente un desciframiento libre del deseo. Pero ¿cómo concebir una forma colectiva de economía deseante? En verdad, no de forma local. No puedo imaginarme a una pequeña comunidad liberada en medio de la sociedad represiva a la que se fuesen añadiendo individuos a medida que se fueran liberando. Si el deseo constituye la textura misma de la sociedad en su conjunto, incluidos sus mecanismos de reproducción, es posible que pueda «cristalizar» un movimiento de liberación en el conjunto de la sociedad. En Mayo del 68, en los destellos de los choques locales, la sacudida se transmitió violentamente al conjunto de la sociedad, incluyendo a los grupos que no tenían ni una lejana relación con el movimiento revolucionario, médicos, abogados o tenderos. Sin embargo, el interés venció al final, aunque después de un mes de chaparrones. Nos encaminamos hacia explosiones de este tipo, aún más profundas.
Actuel.- ¿Ha habido ya en la historia alguna liberación vigorosa y duradera del deseo, más allá de breves períodos de fiesta, de masacres, de guerras o revoluciones? ¿O creen ustedes en un final de la historia: tras milenios de alienación, la evolución social invertiría su sentido de golpe mediante una revolución que seria la última y que liberaría el deseo de una vez por todas?
Félix Guattari.- Ni lo uno ni lo otro. Ni fin definitivo de la historia, ni excesos provisionales. Todas las civilizaciones y períodos han tenido sus finales de la historia, lo cual no es en absoluto concluyente, ni tiene necesariamente un carácter liberador. En cuanto a los excesos, a los momentos de fiesta, tampoco esto es demasiado esperanzador. Hay militantes revolucionarios, deseosos de sentirse responsables, que dicen: sí, admitimos los excesos «en la primera fase de la revolución», pero luego, en una segunda fase, han de imponerse la organización, la funcionalidad, las cosas serias… No hay deseo liberado en los meros momentos de fiesta. No hay más que ver la discusión de Victor (a) con Foucault en el número de Temps Modernes dedicado a los maoístas (4): Victor consiente los excesos, pero sólo en una «primera fase». En cuanto a lo demás, a las cosas serias, Victor se remite a un nuevo aparato de Estado, nuevas normas de una justicia popular con un tribunal, con una instancia exterior a las masas, un tercero capaz de resolver las contradicciones de las masas. Es siempre el mismo esquema: despegue de una seudo-vanguardia capaz de realizar las síntesis, de formar un partido como embrión de un aparato de Estado; promoción de una clase obrera instruida, bien educada; y el resto queda como residuo, lumpenproletariado del que hay que desconfiar (siempre la misma vieja condena del deseo). E incluso estas distinciones son una manera de obstruir el deseo en beneficio de una casta burocrática. Foucault reacciona denunciando a ese tercero, diciendo que, si hay alguna justicia popular, no adopta la forma del tribunal. Muestra perfectamente que la distinción «vanguardia/proletariado/plebe no proletarizada» es ante todo una distinción que la burguesía introduce en las masas y la utiliza para destruir los fenómenos de deseo, para marginalizar el deseo. La cuestión reside en el aparato de Estado. Sería ridículo construir un aparato de Estado o un partido para liberar los deseos. Reclamar una justicia mejor es como reclamar buenos jueces, buenos policías, buenos patronos, una Francia más limpia, etcétera. Y encima nos dicen: ¿cómo queréis unificar las luchas puntuales sin un partido? ¿Cómo hacer funcionar la máquina sin un aparato de Estado? Es evidente que la revolución tiene necesidad de una máquina de guerra, pero eso no es un aparato de Estado. Sin duda tiene necesidad de una instancia de análisis, de análisis de los deseos de las masas, pero eso no equivale a un aparato exterior de síntesis. Deseo liberado quiere decir que el deseo salga del callejón de la fantasía individual privada: no se trata de adaptarlo, de socializarlo, de disciplinarlo, sino de transmitirlo de tal manera que su proceso no se interrumpa en el cuerpo social, y que produzca enunciaciones colectivas. Lo que cuenta no es la unificación autoritaria sino más bien una especie de proliferación infinita de los deseos en las escuelas, en las fábricas, en los barrios, en las guarderías, en las cárceles, etcétera. No se trata de dirigir, de totalizar, de conectarlo todo en el mismo plano. Mientras permanezcamos en la alternativa entre el espontaneísino impotente de la anarquía y la sobrecodificación burocrática de una organización de partido, no habrá liberación del deseo.
Actuel.- ¿Puede concebirse que, en sus comienzos, el capitalismo llegase a asumir los deseos sociales?
Gilles Deleuze.- Sin duda, el capitalismo siempre ha sido una formidable máquina deseante. Los flujos de moneda, de medios de producción, de mano de obra, de nuevos mercados, todo esto es el deseo que circula. Basta considerar la suma de contingencias que se hallan en el origen del capitalismo para comprender hasta qué punto ha surgido de un cruce de deseos y que su infraestructura, su propia economía es inseparable de fenómenos de deseo. Y también el fascismo, hay que decirlo, «asumió los deseos sociales», incluidos los deseos de represión y de muerte. La gente se volvía loca por Hitler y por la bella máquina fascista. Pero si su pregunta significa: ¿fue revolucionario el capitalismo en sus comienzos, coincidió alguna vez la revolución industrial con una revolución social?, entonces la respuesta es que no, no lo creo. El capitalismo estuvo ligado desde su nacimiento a una represión salvaje, tuvo enseguida su organización de poder y su aparato de Estado. Es cierto que el capitalismo implicaba la disolución de los códigos y de los poderes anteriores, pero ya había establecido, en los huecos de los regímenes precedentes, los engranajes de su poder, incluyendo su poder estatal. Siempre es así: las cosas no son en absoluto progresivas; antes incluso de que se establezca una formación social, sus instrumentos de explotación y de represión ya están dispuestos, girando aún en el vacío, pero listos para trabajar cuando sean llenados. Los primeros capitalistas son como aves carroñeras que están esperando. Esperan su encuentro con el trabajador, que tiene lugar gracias a las fugas del sistema anterior. Éste es, incluso, el sentido de lo que se llama acumulación primitiva.
Actuel.- Yo creo, al revés, que la burguesía ascendente imaginó y preparó su revolución a lo largo de todo el Siglo de las Luces. Desde su punto de vista, ha sido una clase «revolucionaria hasta el fondo», porque ha dado la vuelta al Antiguo Régimen y se ha situado en el poder. Cualesquiera que fueran los movimientos paralelos del campesinado y los arrabales, la revolución burguesa fue una revolución hecha por la burguesía -los dos términos apenas se distinguen-, y cuando la juzgamos en nombre de las utopías socialistas de los siglos XIX y XX introducimos anacrónicamente una categoría que entonces no existía.
Gilles Deleuze.- Lo que usted dice concuerda aún con el esquema de un cierto marxismo. En un momento de la historia, la burguesía habría sido revolucionaria, e incluso habría resultado necesaria, necesaria para transitar hacia un estadio capitalista, un estadio de revolución burguesa. Eso es estalinista, pero no es serio. Cuando una formación social se agota y comienza a vaciarse por sus cuatro costados, todo se descodifica, toda clase de flujos incontrolados empiezan a circular, como sucedió con las fugas de campesinos en la Europa feudal, los fenómenos de «desterritorialización». La burguesía impone un nuevo código económico y político, y entonces puede creer que ella es revolucionaria. Pero no es así en absoluto. Daniel Guerin ha escrito cosas muy profundas sobre la revolución de 1789 (b). La burguesía nunca se equivocó acerca de cuál era su verdadero enemigo. Su verdadero enemigo no era el sistema anterior, sino lo que escapaba al control de ese sistema, y que ella se dio a sí misma como tarea llegar a dominar. Ella debía su poder a la ruina del antiguo sistema, pero no podía ejercerlo más que en la medida en que considerase como enemigos a todos los revolucionarios del sistema antiguo. La burguesía no ha sido nunca revolucionaria. Obliga a hacer la revolución. Ha manipulado, reprimido, canalizado una enorme pulsión de deseo popular, la gente se dejó arrancar la piel en Valmy.
Actuel.- Y también en Verdún.
Félix Guattari.- En efecto. Y eso es lo que nos interesa. ¿De dónde vienen estos impulsos, estos levantamientos, estos entusiasmos que no se explican mediante una racionalidad social y que son desviados, capturados por el poder en cuanto nacen? No se puede explicar una situación revolucionaria en función del simple análisis de los intereses en juego. En 1903, el partido social-demócrata ruso debatía sobre sus alianzas, sobre la organización del proletariado, sobre el papel de la vanguardia. Bruscamente, cuando pretende preparar la revolución, es arrastrado por los acontecimientos de 1905 y tiene que subirse a un tren en marcha. Ahí se produjo una cristalización del deseo a escala social sobre la base de situaciones aún incomprensibles. Lo mismo pasó en 1917. Y los políticos volvieron a subirse al tren en marcha, y consiguieron atraparlo. Pero ninguna tendencia revolucionaria pudo o supo asumir la necesidad de una organización soviética que hubiera podido permitir a las masas hacerse realmente cargo de sus intereses y su deseo. Se ponen entonces en circulación ciertas máquinas, llamadas organizaciones políticas, que funcionan según el modelo elaborado por Dimitrov en el octavo congreso de la Internacional -alternancia de frentes populares y de retrocesos sectarios-, que siempre alcanzan el mismo resultado represivo. Lo vimos en 1936, en 1945, en 1968. Por su propia axiomática, estas máquinas de masas se niegan a liberar la energía revolucionaria. Es, de manera solapada, una política similar a la del Presidente de la República o a la de la Iglesia, pero con una bandera roja en la mano. Y, con respecto al deseo, es una forma profunda de apuntar hacia el yo, la persona y la familia. De ahí surge un dilema muy simple: o se alcanza un nuevo tipo de estructuras, que conduzcan finalmente a la fusión del deseo colectivo y la organización revolucionaria, o seguiremos en la tónica actual y, de represión en represión, desembocaremos en un fascismo que hará palidecer a los de Hitler y Mussolini.
Actuel.- Pero ¿cuál es entonces la naturaleza de ese deseo profundo, fundamental, que por lo que se ve es constitutivo del hombre y del hombre social, y que constantemente resulta traicionado? ¿Por qué se carga siempre en máquinas antinómicas a la dominante y, sin embargo, semejantes a ella? ¿Quiere eso decir que ese deseo está condenado a la explosión pura y sin porvenir o a la perpetua traición? Insisto: ¿puede haber algún día en la historia una expresión colectiva y duradera del deseo liberado, y de qué manera?
Gilles Deleuze.- Si lo supiéramos, no lo diríamos, lo haríamos. Con todo, Félix acaba de decir: la organización revolucionaria debe ser la de una máquina de guerra, y no la de un aparato de Estado, la de un analizador del deseo, no la de una síntesis externa. En todo sistema social hay siempre líneas de fuga y encallamientos para impedir esas fugas, o bien (no es lo mismo) aparatos incluso embrionarios que las integran, que las desvían, las detienen, hacia un nuevo sistema que se prepara. Habría que analizar las cruzadas desde este punto de vista. Pero, con respecto a todo ello, el capitalismo tiene una característica muy especial: sus líneas de fuga no son solamente dificultades sobrevenidas, son las condiciones de su ejercicio. Se ha constituido a partir de la descodificación generalizada de todos los flujos: flujo de riqueza, flujo de trabajo, flujo de lenguaje, flujo de arte, etcétera No ha reconstruido un código sino que ha elaborado una suerte de contabilidad, una suerte de axiomática de los flujos descodificados como base de su economía. Liga los puntos de fuga y sigue adelante. Amplía siempre sus propios límites y siempre se ve obligado a emprender nuevas fugas con nuevos límites. No ha resuelto ninguno de sus problemas fundamentales, ni siquiera puede prever el aumento de la masa monetaria de un país de un año a otro. No para de franquear sus límites, que reaparecen siempre más allá. Se coloca en situaciones espantosas con respecto a su propia producción, su vida social, su demografía, su periferia tercermundista, sus regiones interiores, etcétera. Hay fugas por todas partes, que renacen de los límites siempre desplazados por el capitalismo. Y no hay duda de que la fuga revolucionaria (la fuga de la que hablaba Jackson cuando decía: «no paro de huir pero, en mi huída, busco un arma … ») (c) no es igual que otros tipos de fugas, que la fuga esquizofrénica o la fuga toxicomaníaca. Pero éste es el problema de la marginalidad: hacer que todas las líneas de fuga se conecten en un plano revolucionario. En el capitalismo hay, pues, algo nuevo, el carácter que adoptan las líneas de fuga, y también nuevas potencialidades revolucionarias. Como ve, hay esperanza.
Actuel.- Hablaba hace un momento de las cruzadas: ¿es, para ustedes, una de las primeras manifestaciones de una esquizofrenia colectiva?
Félix Guattari.- Fue, en efecto, un extraordinario movimiento esquizofrénico. De pronto, en un período ya de por sí cismático y turbulento, miles y miles de personas se hartaron de la vida que llevaban, se improvisaron predicadores y aldeas enteras quedaron abandonadas. Sólo después el papado, alarmado, intentó señalar un objetivo al movimiento esforzándose por encaminarlo hacia Tierra Santa. Con una doble ventaja: desembarazarse de las turbas errantes y reforzar las bases cristianas en Oriente Próximo, amenazadas por los turcos. No siempre con éxito: la cruzada de los venecianos apareció en Constantinopla, la cruzada de los niños giró hacia el sur de Francia y enseguida dejó de suscitar ternura. Ciudades enteras fueron tomadas e incendiadas por estos niños «cruzados» que los ejércitos regulares acabaron exterminando: matándolos, vendiéndolos como esclavos…
Actuel.- ¿Podría existir un paralelismo con los movimientos contemporáneos: las comunidades como camino para escapar de la fábrica y de la oficina?¿Y habría un papa que quisiera dirigirlas?¿La revolución de Jesús?
Félix Guattari.- Una recuperación cristiana no es algo impensable. Hasta cierto punto, ya es una realidad en los Estados Unidos, aunque mucho menos en Europa o en Francia. Pero existe ya una recuperación latente bajo la forma de la tendencia naturista, la idea de que sería posible retirarse de la producción y reconstruir una pequeña sociedad aparte, como si no estuviéramos ya marcados y encadenados por el sistema del capitalismo.
Actuel.- ¿Qué papel atribuyen ustedes a la Iglesia en un país como el nuestro? La Iglesia ha estado en el centro del poder de la sociedad occidental hasta el siglo XVIII, ha sido el vínculo y la estructura de la máquina social hasta la emergencia del Estado-Nación. Privada hoy por la tecnocracia de esta función esencial, aparece marchando a la deriva, sin punto de anclaje y dividida. Llega uno a preguntarse si la Iglesia, influida por las corrientes del catolicismo progresista, no ha llegado a ser menos confesional que algunas organizaciones políticas.
Félix Guattari.- ¿Y el ecumenismo? ¿No es una forma de volver sobre sus pasos? La Iglesia no ha sido nunca más fuerte. No hay razón alguna para contraponer Iglesia y tecnocracia; hay una tecnocracia de la iglesia. Históricamente, el cristianismo y el positivismo siempre han hecho buenas migas. El motor del desarrollo de las ciencias positivas es cristiano. No se puede decir que el psiquiatra ha sustituido al sacerdote. La represión los necesita a todos. Lo único que ha envejecido del cristianismo es su ideología, pero no su organización de poder.
Actuel. - Llegamos así a este otro aspecto de su libro: la crítica de la psiquiatría. ¿Podemos decir que Francia está ya cuadriculada por la psiquiatría sectorial? Y ¿hasta dónde llega esta organización?
Félix Guattari.- La estructura de los hospitales psiquiátricos es esencialmente estatal, y los psiquiatras son funcionarios. El Estado se ha conformado durante mucho tiempo con una política de coacción y no ha hecho nada durante todo un siglo. Hubo que esperar a la Liberación para que apareciese cierta inquietud: la primera revolución psiquiátrica, la apertura de los hospitales, los servicios libres, la psicoterapia institucional. Todo esto llevó a la gran utopía de la psiquiatría sectorial, que consistía en limitar el número de internamientos y mandar equipos psiquiátricos a las poblaciones, igual que se enviaba a los misioneros a la sabana. Carente de fondos y de voluntad, la reforma ha quedado estancada: unos cuantos servicios-modelo para las visitas oficiales, y hospitales dispersos por las regiones más subdesarrolladas. Vamos hacia una gran crisis, de las dimensiones de la crisis universitaria, un desastre a todos los niveles: equipamientos, formación del personal, terapias, etcétera.
La cuadriculación institucional de la infancia está, por el contrario, mucho más asumida. En este ámbito, la iniciativa ha escapado del marco estatal y de su financiación para aproximarse a todo tipo de asociaciones: de defensa de la infancia, de padres… Los establecimientos han proliferado, subvencionados por la Seguridad Social. Del niño se hacen cargo, inmediatamente, una red de psiquiatras que le fichan a la edad de tres años y le hacen un seguimiento de por vida. Hay que esperar soluciones de este tipo para la psiquiatría de adultos. Ante el actual callejón sin salida, el estado intentará desnacionalizar sus instituciones y promover otras al amparo de la ley de 1901, sin duda manipuladas por poderes políticos y asociaciones familiares reaccionarias. Vamos, en efecto, hacia una cuadriculación psiquiátrica de Francia, a menos que la actual crisis libere sus potencialidades revolucionarias. Se extiende por todas partes la ideología más conservadora, una llana transposición de los conceptos edípicos. En los establecimientos para niños, al director se le llama «tito» y a la enfermera «mamá». E incluso he tenido noticia de distinciones de género: los grupos de juego se remiten a un principio materno, los talleres al principio paterno. La psiquiatría sectorial tiene una cara progresista, porque abre el hospital. Pero si esa apertura consiste en cuadricular el barrio, pronto echaremos de menos los antiguos manicomios cerrados. Ocurre como con el psicoanálisis: funciona al aire libre, pero es mucho peor, mucho más peligroso como fuerza represiva.
Gilles Deleuze.- Relatemos un caso. Una mujer llega a una consulta. Explica que toma tranquilizantes. Pide un vaso de agua. Luego habla: «¿Sabe usted? Yo tengo cierta cultura, tengo estudios, me gusta mucho leer y, ahí lo tiene, ahora me paso el tiempo llorando. No puedo soportar ir en metro… Lloro en cuanto leo cualquier cosa… Miro la televisión, veo las imágenes de Vietnam: no puedo soportarlas…». El médico no responde gran cosa. La mujer continúa: «Estuve en la Resistencia… en cierto modo… hacía de buzón de correo». El médico pide una explicación. -Sí. ¿no lo comprende, doctor? Iba a un café y preguntaba, por ejemplo, «¿Hay algo para René?» Me daban una carta, que tenía que entregar…». El médico oye «René» y despierta: «¿Por qué dice usted «René»?». Es la primera vez que se atreve a preguntar. Hasta ese momento, ella le había hablado del metro, de Hiroshima, de Vietnam, del efecto que todo eso tenía sobre su cuerpo, de las ganas de llorar, pero el médico pregunta únicamente: «Así que «René»… (6) ¿Qué le recuerda «René»? René, ¿alguien que ha renacido, ¿Un renacimiento? La Resistencia no significa nada para el médico, pero «renacimiento» lleva al esquema universal, al arquetipo: «Usted quiere renacer». El médico se reencuentra consigo mismo, se reconoce en su circuito. Y la fuerza a hablar de su padre y de su madre.
Éste es un aspecto esencial de nuestro libro, y es algo muy concreto. Los psiquiatras y los psicoanalistas no han prestado nunca atención a un delirio. Basta con escuchar a alguien que delira: le persiguen los rusos, los chinos, no me queda saliva, alguien me ha dado por el culo en el metro, hay microbios y espermatozoides hormigueando por todas partes. La culpa es de Franco, de los judíos, de los maoístas: todo un delirio del campo social. ¿Por qué no habría de concernir a la sexualidad de un sujeto la relación que mantiene con su idea de los chinos, de los blancos o de los negros, con la civilización, con las cruzadas, con el metro? Los psiquiatras y los psicoanalistas no escuchan nada, están tan a la defensiva que son indefendibles. Destruyen el contenido del inconsciente mediante unos enunciados elementales prefabricados: «-Me habla usted de los chinos pero, ¿qué me dice de su padre? -No, él no es chino. -Entonces, ¿tiene usted un amante chino?». Es algo del estilo de la labor represiva del juez de Angela Davis, que aseguraba: «Su comportamiento sólo es explicable porque estaba enamorada». ¿Y si, al contrario, la libido de Angela Davis fuera una libido social, revolucionaria? ¿Y si ella estaba enamorada porque era revolucionaria?
Esto es lo que tenemos que decirles a los psiquiatras y a los psicoanalistas: no sabéis lo que es un delirio, no habéis comprendido nada. Si nuestro libro tiene algún sentido, es porque llega en un momento en el que muchas personas tienen la impresión de que la máquina psicoanalítica ya no funciona, hay una generación que comienza a estar harta de estos esquemas que sirven para todo -Edipo y la castración, lo imaginario y lo simbólico- y que ocultan sistemáticamente el contenido social, político y cultural de todo trastorno psíquico.
Actuel.- Ustedes asocian esquizofrenia y capitalismo, tal es el fundamento mismo de su libro. ¿Hay casos de esquizofrenia en otras sociedades?
Félix Guattari.- La esquizofrenia es indisociable del sistema capitalista, concebido él mismo como una primera fuga: es su enfermedad exclusiva. En otras sociedades, la fuga y la marginalidad adoptan otros aspectos. El individuo asocial de las sociedades primitivas no es encerrado. La prisión y el asilo son invenciones recientes. Se les caza, se les exilia a los límites de la aldea y mueren, a menos que lleguen a integrarse en la aldea colindante. Cada sistema tiene, por otra parte, su enfermo particular: el histérico de las sociedades primitivas, los maníaco-depresivos y paranoicos del gran imperio… La economía capitalista procede por descodificación y desterritorialización: tiene sus enfermos extremos, es decir, los esquizofrénicos, que se descodifican y se desterritorializan hasta el límite, pero también sus consecuencias más extremas, las revolucionarias.
(1) N. de Trad.: Jacques Chaban-Delmas (1915-2000), primer ministro del Gobierno francés de 1969 a 1972
(2) N. de Trad.:Compagnies républicaines de securité, cuerpo de la policía francesa.
(3) N. de Trad.: Edgar Faure (1908-1988), ministro de Educación Nacional en 1968-1969 y, en 1971, presidente de la Comisión Internacional para el Desarrollo de la Educación.
(a) Pierre Victor fue el seudónimo de Benny Levy, dirigente en ese momento de la Izquierda Proletaria (luego declarada ilegal).
(4) Cfr. Les temps modernes, Nouveau Fascisme, Nouvelle démocratie, nº 310 bis, junio de 1972, pp. 355-366 (veáse la nota c del texto nº 26, N. del T).
(b) D. Guerin, La révolution française et nous, F. Maspero, París, reed. 1976 (trad. cast. La revolución francesa y nosotros, Villalar, col. Zimmerwald, Madrid, 1977, [N. del T.). Cfr., en el mismo sentido, La lutte de classes sous la Première République: 1793-1797, Gallimard, París. reed. 1968 (trad. cast. La lucha de clases en el apogeo de la revolución francesa: 1793-1795. Alianza. Madrid. 1974 [N. del T]).
(c) Sobre G. Jackson, ver la nota b del texto nº 32.
(6) N. de Trad.: Renacido: en francés, re-né.
* Título del editor. «Gilles Deleuze, Félix Guattari», en Michel-Antoine Burnier ed., C’est demain la ville, Ed. du Seuil, París, 1973. pp. 139-161. Esta entrevista estaba inicialmente destinada a aparecer en la revista Actuel, de la que M.-A Burnier era uno de los directores.
http://estafeta-gabrielpulecio.blogspot.com/2010/06/gilles-deleuze-y-felix-guattari-sobre.html
Así es, al menos tomemos sus palabras si vamos a desacreditarlos; no hagamos hombres de paja.
Además acusaciones sin siquiera la fundamentación basada en lo que los mismos pensadores mencionados exponen cada cual. Por ejemplo, ya lo habló Deleuze (muy referenciado por Tiqqun en el video del post1) con Actuel, algo sobre el capitalismo que aparece muy presente en el fragmento de Tiqqun (que no vale menos como texto por estar linkeado de youtube):
Actuel.- Cuando describen el capitalismo, dicen ustedes: «No existe ninguna operación, ni el más mínimo mecanismo industrial o financiero que no manifieste la demencia de la máquina capitalista y el carácter patológico de su racionalidad (que no es en absoluto una falsa racionalidad sino la verdadera racionalidad de esta patología, de esta demencia, porque no hay duda de que la máquina funciona). No corre peligro alguno de enloquecer, ya está loca de punta a cabo, y de ahí extrae su racionalidad». ¿Significa esto que, tras esta sociedad «anormal» o fuera de ella, puede haber una sociedad «normal»?
Gilles Deleuze.- Nosotros no empleamos los términos «normal» y «anormal». Todas las sociedades son racionales e irracionales al mismo tiempo: son racionales en sus mecanismos, en sus engranajes, en sus sistemas de conexión, e incluso por el lugar que asignan a lo irracional. Sin embargo, todo ello presupone códigos o axiomas que no son fruto del azar pero que carecen, por su parte, de una racionalidad intrínseca. Ocurre como en la teología: si se admiten el pecado, la inmaculada concepción y la encarnación, todo es completamente racional. La razón es siempre una región aislada de lo irracional. No al abrigo de lo irracional, sino atravesada por ello y definida únicamente por un determinado tipo de relaciones entre los factores irracionales. En el fondo de toda razón está el delirio, la deriva. En el capitalismo, todo es racional salvo el capital. Un mecanismo bursátil es perfectamente racional, se puede comprender, se puede aprender, los capitalistas saben cómo aprovecharse de él, y sin embargo es completamente delirante, demencial. Éste es el sentido en el que decimos que lo racional es siempre la racionalidad de algo irracional. En El Capital de Marx hay un aspecto sobre el cual no se ha llamado suficientemente la atención, a saber, hasta qué punto está el propio Marx fascinado por los mecanismos capitalistas, precisamente porque son demenciales y, a la vez, funcionan a la perfección.
¿Qué es, entonces, lo racional en una sociedad? Puesto que los intereses ya están definidos por el marco de esa misma sociedad, lo racional es el modo en el que la gente los persigue y se propone su realización. Pero bajo los intereses están los deseos, las posiciones de deseo, que no se confunden con las posiciones de interés pero de las cuales dependen estas últimas, tanto en su determinación como en su distribución: un inmenso fluido, todos los flujos libidinales-inconscientes que constituyen el delirio de una sociedad. La verdadera historia es la historia del deseo.
Un capitalista o un tecnócrata de nuestros días no desea de la misma manera que un mercader de esclavos o que un funcionario del antiguo imperio chino. Los miembros de una sociedad desean la represión, la de los demás y la de ellos mismos; siempre hay gente que quiere fastidiar a otra gente, y que tiene posibilidad de hacerlo, «derecho» a hacerlo: ahí es donde se pone de manifiesto el problema de un vínculo profundo entre el deseo libidinal y el campo social. Un amor «desinteresado» hacia la máquina opresora: Nietzsche ha escrito cosas muy bellas sobre este triunfo permanente de los esclavos, sobre el modo en que los amargados, los deprimidos y los débiles nos imponen su manera de vivir.
Actuel.- Pero, precisamente, ¿qué es lo característico del capitalismo en este problema?
Gilles Deleuze.- ¿Será que en el capitalismo el delirio y el interés, o el deseo y la razón, se reparten de una manera completamente nueva, especialmente «anormal»? Yo diría que sí. El dinero, el capital-dinero, es un umbral de demencia para el cual no habría en psiquiatría más que un equivalente: lo que se llama «estado terminal». Es muy complicado, pero se trata de una observación de detalle. En las demás sociedades hay explotación y también hay escándalos y secretos, pero ello forma parte del «código» e incluso hay códigos explícitamente secretos. En el capitalismo las cosas son muy distintas: nada es secreto, al menos en principio y según el código (por ello, el capitalismo es «democrático» y se reclama del lado de lo «público» hasta en términos jurídicos). Sin embargo, todo es inconfesable. La propia legalidad es inconfesable. En contraste con otras sociedades, se trata al mismo tiempo de un régimen de lo público y de lo inconfesable. Es lo propio del régimen del dinero, un delirio especialísimo. Fíjese en lo que actualmente se denomina «escándalo»: los periódicos hablan profusamente de ello, todo el mundo parece defenderse o atacar, pero la búsqueda de lo legal y lo ¡legal en esos asuntos es vana teniendo en cuenta el régimen capitalista. La declaración de impuestos de Chaban, (1) las operaciones inmobiliarias, los grupos de presión y en general los mecanismos económicos y financieros del capital, todo es legal a grandes rasgos, a excepción de algunas sombras; además, todo es público, sólo que todo es inconfesable. Si la izquierda fuera «razonable», se contentaría con divulgar los mecanismos económicos y financieros. No haría falta publicar lo privado, bastaría con confesar lo que ya es público. Encontraríamos entonces una locura que no tiene parangón con la de los manicomios. En lugar de esto, nos hablan de «ideología». Pero la ideología no tiene ninguna importancia: lo que cuenta no es la ideología, ni tampoco la oposición «económico-ideológico», sino la organización del poder. Porque la organización del poder es la manera en la que el deseo está ya de entrada en lo económico y fomenta las formas políticas de la represión.
Actuel.- ¿Es la ideología una ilusión óptica?
Gilles Deleuze.- En absoluto. Decir que «la ideología es una ilusión óptica» es aún una tesis tradicional. Se sitúa de un lado a la infraestructura, lo económico, lo serio, y del otro lado se ubica la superestructura, de la que forma parte la ideología, y se rechazan los fenómenos de deseo como ¡deología. Es un buen procedimiento para no ver cómo el deseo trabaja ya en la infraestructura, cómo la llena, cómo forma parte de ella y cómo organiza, en esa medida, el poder, es decir, cómo se organiza el sistema represivo. No decimos que la ideología sea una ilusión óptica (o un concepto que designa algo engañoso), decimos que no hay ideología, que es un concepto ilusorio. Por eso resulta tan conveniente para el PC y para el marxismo ortodoxo. El marxismo ha dado tanta importancia al tema de las ideologías para así ocultar mejor lo que sucedía en la URSS: esa nueva organización del poder represivo. No hay ideología, sólo hay organizaciones de poder, teniendo en cuenta que la organización del poder implica la unidad del deseo y la estructura económica. Pongamos dos ejemplos. La enseñanza: los izquierdistas, en Mayo del 68, han perdido mucho tiempo intentando que los profesores hiciesen su autocrítica como agentes de la ideología burguesa. Esto es una imbecilidad, además de que halaga las pulsiones masoquistas de los profesores. La lucha contra las oposiciones fue abandonada en beneficio de la querella o de la gran confesión pública anti-ideológica. Durante este período, los profesores más duros reorganizaban su poder sin dificultades. El problema de la enseñanza no es un problema ideológico sino un problema de organización del poder: la especificidad del poder docente es lo que aparece como una ideología, pero se trata de una mera ilusión. El poder de la enseñanza primaria no es ninguna tontería: se ejerce sobre los niños. Segundo ejemplo: el cristianismo. La Iglesia manifiesta una enorme satisfacción cuando es tratada como una ideología, porque puede entrar en el debate y así robustecer su ecumenismo. Pero el cristianismo nunca fue una ideología, es una organización de poder muy original, muy específica, que ha presentado formas muy diversas desde la época del Imperio Romano y la Edad Media y que ha inventado la idea de un poder internacional. Esto es mucho más importante que la ideología.
Félix Guattari.- Ocurre lo mismo en las estructuras políticas tradicionales. Siempre reaparece la misma estratagema: el gran debate ideológico en la asamblea general y las cuestiones de organización en comisiones especializadas. Éstas se presentan como secundarias, como determinadas por las opciones políticas. Pero es al revés: los problemas reales son los de organización, que nunca se explicitan ni se racionalizan, y que enseguida se proyectan en términos ideológicos. Ahí es donde surgen las verdaderas divisiones: un tratamiento del deseo y del poder, de las posiciones libidinales, de los Edipos de grupo, de los «superyoes» de grupo, de los fenómenos de perversión… A continuación, se construyen las oposiciones políticas: un individuo adopta tal opción frente a otro porque, en el orden de la organización y del poder, ya ha escogido y aborrecido a su adversario.
Actuel.- Su análisis es convincente en el caso de la Unión Soviética o del capitalismo. Pero ¿y si descendemos al detalle? Si, por definición, todas las oposiciones ideológicas enmascaran conflictos de deseo, ¿cómo analizarían ustedes, por ejemplo, las divergencias entre tres grupúsculos trotskistas? ¿De qué conflicto de deseo puede tratarse en ese caso? A pesar de las querellas políticas; cada grupo parece cumplir, de cara a sus militantes, la misma función: una jerarquía que ofrece seguridad, la reconstrucción de un pequeño medio social, una explicación definitiva del mundo… No veo las diferencias.
Félix Guattari.- Como un ejemplo cuya semejanza con grupos reales es sólo fortuita, podemos imaginar a uno de los grupos como definido por su fidelidad a las posiciones históricas de la izquierda comunista en el momento de la creación de la Tercera Internacional. Hay toda una axiomática, incluso a nivel fonológico -el modo de articular ciertas palabras, el gesto que las acompaña-, y además las estructuras organizativas, la concepción de las relaciones que se han de mantener con los aliados, los centristas, los adversarios… Esto puede corresponder a una determinada figura de la edipización, un universo intangible y confortable como el del obseso, que pierde todas sus referencias si se cambia de sitio uno solo de sus objetos familiares. A través de esta identificación con figuras e imágenes recurrentes, se trata de alcanzar un tipo de eficacia, la del estalinismo: nada de ideología, como se ve. En otro de los grupos, y aun manteniendo el marco metodológico general, se busca una actualización: «Hay que tener en cuenta, camaradas, que aunque el enemigo siga siendo el mismo, las condiciones han cambiado». Tenemos entonces un grupúsculo más abierto. Se trata de un compromiso: se ha superado la primera imagen manteniéndola vigente, y se han inyectado otras nociones. Se multiplican las reuniones y los cursillos, y también las intervenciones externas. Hay en la voluntad deseante, como dice Zazie, un cierto procedimiento para fastidiar a los alumnos, y en otros casos un cierto procedimiento para fastidiar a los militantes.
En cuanto al fondo de los problemas, todos estos grupos dicen grosso modo lo mismo. Pero se oponen radicalmente en su estilo: la definición del líder, de la propaganda, la concepción de la disciplina, de la fidelidad, de la modestia, del ascetismo del militante. ¿Cómo dar cuenta de estas polaridades sin hurgar en la economía del deseo de la máquina social? Hay un gran abanico, de los anarquistas a los maoístas, tanto política como analíticamente. Y ello por no hablar, fuera ya de la estrecha franja de los grupúsculos, de la masa de gentes que no saben cómo definirse exactamente dentro del movimiento izquierdista, el atractivo de la acción sindical, de la revuelta, las expectativas o el desinterés… Habría que describir el papel que desempeñan estas máquinas de liquidar el deseo que son los grupúsculos, esta labor de molienda y tamizado. El dilema es: ser derrotado por el sistema social o integrarse en los marcos preestablecidos de estas pequeñas iglesias. En ese sentido, Mayo del 68 fue una asombrosa revelación. La potencia deseante alcanzó tal grado de aceleración que hizo estallar los grupúsculos. Después, estos grupúsculos se recuperaron rápidamente y participaron en el retorno al orden junto con el resto de las fuerzas represivas, la CGT, el PC, las CRS (2) o Edgar Faure (3). Y esto no lo digo solamente como provocación. No cabe duda de que los militantes se enfrentaron valientemente a la policía. Pero si dejamos de lado la esfera de la lucha de intereses y consideramos la función del deseo, hay que reconocer que la dirección de ciertos grupúsculos trataba a la juventud con un talante represivo: contener el deseo liberado para canalizarlo.
Actuel.- Pero ¿qué es un deseo liberado? Comprendo bien en qué se puede traducir en el caso de un individuo o de un grupo pequeño: una creación artística o romper unos cristales, quemarlo todo o, más sencillamente, la desidia o el apoltronamiento en una pereza vegetal. Pero ¿y después? ¿Qué sería un deseo colectivamente liberado a la escala de un grupo social?¿Cuentan ustedes con ejemplos concretos? ¿Y qué significaría para «el conjunto de la sociedad», si es que ustedes no rechazan, como hace Michel Foucault, esta expresión?
Félix Guattari.- Hemos tomado como referencia el deseo en uno de sus estados más críticos y extremos, el del esquizofrénico. El esquizofrénico que puede producir algo, más allá o más acá del esquizofrénico internado, machacado por la química y la represión social. Nos parece que algunos esquizofrénicos expresan directamente un desciframiento libre del deseo. Pero ¿cómo concebir una forma colectiva de economía deseante? En verdad, no de forma local. No puedo imaginarme a una pequeña comunidad liberada en medio de la sociedad represiva a la que se fuesen añadiendo individuos a medida que se fueran liberando. Si el deseo constituye la textura misma de la sociedad en su conjunto, incluidos sus mecanismos de reproducción, es posible que pueda «cristalizar» un movimiento de liberación en el conjunto de la sociedad. En Mayo del 68, en los destellos de los choques locales, la sacudida se transmitió violentamente al conjunto de la sociedad, incluyendo a los grupos que no tenían ni una lejana relación con el movimiento revolucionario, médicos, abogados o tenderos. Sin embargo, el interés venció al final, aunque después de un mes de chaparrones. Nos encaminamos hacia explosiones de este tipo, aún más profundas.
Actuel.- ¿Ha habido ya en la historia alguna liberación vigorosa y duradera del deseo, más allá de breves períodos de fiesta, de masacres, de guerras o revoluciones? ¿O creen ustedes en un final de la historia: tras milenios de alienación, la evolución social invertiría su sentido de golpe mediante una revolución que seria la última y que liberaría el deseo de una vez por todas?
Félix Guattari.- Ni lo uno ni lo otro. Ni fin definitivo de la historia, ni excesos provisionales. Todas las civilizaciones y períodos han tenido sus finales de la historia, lo cual no es en absoluto concluyente, ni tiene necesariamente un carácter liberador. En cuanto a los excesos, a los momentos de fiesta, tampoco esto es demasiado esperanzador. Hay militantes revolucionarios, deseosos de sentirse responsables, que dicen: sí, admitimos los excesos «en la primera fase de la revolución», pero luego, en una segunda fase, han de imponerse la organización, la funcionalidad, las cosas serias… No hay deseo liberado en los meros momentos de fiesta. No hay más que ver la discusión de Victor (a) con Foucault en el número de Temps Modernes dedicado a los maoístas (4): Victor consiente los excesos, pero sólo en una «primera fase». En cuanto a lo demás, a las cosas serias, Victor se remite a un nuevo aparato de Estado, nuevas normas de una justicia popular con un tribunal, con una instancia exterior a las masas, un tercero capaz de resolver las contradicciones de las masas. Es siempre el mismo esquema: despegue de una seudo-vanguardia capaz de realizar las síntesis, de formar un partido como embrión de un aparato de Estado; promoción de una clase obrera instruida, bien educada; y el resto queda como residuo, lumpenproletariado del que hay que desconfiar (siempre la misma vieja condena del deseo). E incluso estas distinciones son una manera de obstruir el deseo en beneficio de una casta burocrática. Foucault reacciona denunciando a ese tercero, diciendo que, si hay alguna justicia popular, no adopta la forma del tribunal. Muestra perfectamente que la distinción «vanguardia/proletariado/plebe no proletarizada» es ante todo una distinción que la burguesía introduce en las masas y la utiliza para destruir los fenómenos de deseo, para marginalizar el deseo. La cuestión reside en el aparato de Estado. Sería ridículo construir un aparato de Estado o un partido para liberar los deseos. Reclamar una justicia mejor es como reclamar buenos jueces, buenos policías, buenos patronos, una Francia más limpia, etcétera. Y encima nos dicen: ¿cómo queréis unificar las luchas puntuales sin un partido? ¿Cómo hacer funcionar la máquina sin un aparato de Estado? Es evidente que la revolución tiene necesidad de una máquina de guerra, pero eso no es un aparato de Estado. Sin duda tiene necesidad de una instancia de análisis, de análisis de los deseos de las masas, pero eso no equivale a un aparato exterior de síntesis. Deseo liberado quiere decir que el deseo salga del callejón de la fantasía individual privada: no se trata de adaptarlo, de socializarlo, de disciplinarlo, sino de transmitirlo de tal manera que su proceso no se interrumpa en el cuerpo social, y que produzca enunciaciones colectivas. Lo que cuenta no es la unificación autoritaria sino más bien una especie de proliferación infinita de los deseos en las escuelas, en las fábricas, en los barrios, en las guarderías, en las cárceles, etcétera. No se trata de dirigir, de totalizar, de conectarlo todo en el mismo plano. Mientras permanezcamos en la alternativa entre el espontaneísino impotente de la anarquía y la sobrecodificación burocrática de una organización de partido, no habrá liberación del deseo.
Actuel.- ¿Puede concebirse que, en sus comienzos, el capitalismo llegase a asumir los deseos sociales?
Gilles Deleuze.- Sin duda, el capitalismo siempre ha sido una formidable máquina deseante. Los flujos de moneda, de medios de producción, de mano de obra, de nuevos mercados, todo esto es el deseo que circula. Basta considerar la suma de contingencias que se hallan en el origen del capitalismo para comprender hasta qué punto ha surgido de un cruce de deseos y que su infraestructura, su propia economía es inseparable de fenómenos de deseo. Y también el fascismo, hay que decirlo, «asumió los deseos sociales», incluidos los deseos de represión y de muerte. La gente se volvía loca por Hitler y por la bella máquina fascista. Pero si su pregunta significa: ¿fue revolucionario el capitalismo en sus comienzos, coincidió alguna vez la revolución industrial con una revolución social?, entonces la respuesta es que no, no lo creo. El capitalismo estuvo ligado desde su nacimiento a una represión salvaje, tuvo enseguida su organización de poder y su aparato de Estado. Es cierto que el capitalismo implicaba la disolución de los códigos y de los poderes anteriores, pero ya había establecido, en los huecos de los regímenes precedentes, los engranajes de su poder, incluyendo su poder estatal. Siempre es así: las cosas no son en absoluto progresivas; antes incluso de que se establezca una formación social, sus instrumentos de explotación y de represión ya están dispuestos, girando aún en el vacío, pero listos para trabajar cuando sean llenados. Los primeros capitalistas son como aves carroñeras que están esperando. Esperan su encuentro con el trabajador, que tiene lugar gracias a las fugas del sistema anterior. Éste es, incluso, el sentido de lo que se llama acumulación primitiva.
Actuel.- Yo creo, al revés, que la burguesía ascendente imaginó y preparó su revolución a lo largo de todo el Siglo de las Luces. Desde su punto de vista, ha sido una clase «revolucionaria hasta el fondo», porque ha dado la vuelta al Antiguo Régimen y se ha situado en el poder. Cualesquiera que fueran los movimientos paralelos del campesinado y los arrabales, la revolución burguesa fue una revolución hecha por la burguesía -los dos términos apenas se distinguen-, y cuando la juzgamos en nombre de las utopías socialistas de los siglos XIX y XX introducimos anacrónicamente una categoría que entonces no existía.
Gilles Deleuze.- Lo que usted dice concuerda aún con el esquema de un cierto marxismo. En un momento de la historia, la burguesía habría sido revolucionaria, e incluso habría resultado necesaria, necesaria para transitar hacia un estadio capitalista, un estadio de revolución burguesa. Eso es estalinista, pero no es serio. Cuando una formación social se agota y comienza a vaciarse por sus cuatro costados, todo se descodifica, toda clase de flujos incontrolados empiezan a circular, como sucedió con las fugas de campesinos en la Europa feudal, los fenómenos de «desterritorialización». La burguesía impone un nuevo código económico y político, y entonces puede creer que ella es revolucionaria. Pero no es así en absoluto. Daniel Guerin ha escrito cosas muy profundas sobre la revolución de 1789 (b). La burguesía nunca se equivocó acerca de cuál era su verdadero enemigo. Su verdadero enemigo no era el sistema anterior, sino lo que escapaba al control de ese sistema, y que ella se dio a sí misma como tarea llegar a dominar. Ella debía su poder a la ruina del antiguo sistema, pero no podía ejercerlo más que en la medida en que considerase como enemigos a todos los revolucionarios del sistema antiguo. La burguesía no ha sido nunca revolucionaria. Obliga a hacer la revolución. Ha manipulado, reprimido, canalizado una enorme pulsión de deseo popular, la gente se dejó arrancar la piel en Valmy.
Actuel.- Y también en Verdún.
Félix Guattari.- En efecto. Y eso es lo que nos interesa. ¿De dónde vienen estos impulsos, estos levantamientos, estos entusiasmos que no se explican mediante una racionalidad social y que son desviados, capturados por el poder en cuanto nacen? No se puede explicar una situación revolucionaria en función del simple análisis de los intereses en juego. En 1903, el partido social-demócrata ruso debatía sobre sus alianzas, sobre la organización del proletariado, sobre el papel de la vanguardia. Bruscamente, cuando pretende preparar la revolución, es arrastrado por los acontecimientos de 1905 y tiene que subirse a un tren en marcha. Ahí se produjo una cristalización del deseo a escala social sobre la base de situaciones aún incomprensibles. Lo mismo pasó en 1917. Y los políticos volvieron a subirse al tren en marcha, y consiguieron atraparlo. Pero ninguna tendencia revolucionaria pudo o supo asumir la necesidad de una organización soviética que hubiera podido permitir a las masas hacerse realmente cargo de sus intereses y su deseo. Se ponen entonces en circulación ciertas máquinas, llamadas organizaciones políticas, que funcionan según el modelo elaborado por Dimitrov en el octavo congreso de la Internacional -alternancia de frentes populares y de retrocesos sectarios-, que siempre alcanzan el mismo resultado represivo. Lo vimos en 1936, en 1945, en 1968. Por su propia axiomática, estas máquinas de masas se niegan a liberar la energía revolucionaria. Es, de manera solapada, una política similar a la del Presidente de la República o a la de la Iglesia, pero con una bandera roja en la mano. Y, con respecto al deseo, es una forma profunda de apuntar hacia el yo, la persona y la familia. De ahí surge un dilema muy simple: o se alcanza un nuevo tipo de estructuras, que conduzcan finalmente a la fusión del deseo colectivo y la organización revolucionaria, o seguiremos en la tónica actual y, de represión en represión, desembocaremos en un fascismo que hará palidecer a los de Hitler y Mussolini.
Actuel.- Pero ¿cuál es entonces la naturaleza de ese deseo profundo, fundamental, que por lo que se ve es constitutivo del hombre y del hombre social, y que constantemente resulta traicionado? ¿Por qué se carga siempre en máquinas antinómicas a la dominante y, sin embargo, semejantes a ella? ¿Quiere eso decir que ese deseo está condenado a la explosión pura y sin porvenir o a la perpetua traición? Insisto: ¿puede haber algún día en la historia una expresión colectiva y duradera del deseo liberado, y de qué manera?
Gilles Deleuze.- Si lo supiéramos, no lo diríamos, lo haríamos. Con todo, Félix acaba de decir: la organización revolucionaria debe ser la de una máquina de guerra, y no la de un aparato de Estado, la de un analizador del deseo, no la de una síntesis externa. En todo sistema social hay siempre líneas de fuga y encallamientos para impedir esas fugas, o bien (no es lo mismo) aparatos incluso embrionarios que las integran, que las desvían, las detienen, hacia un nuevo sistema que se prepara. Habría que analizar las cruzadas desde este punto de vista. Pero, con respecto a todo ello, el capitalismo tiene una característica muy especial: sus líneas de fuga no son solamente dificultades sobrevenidas, son las condiciones de su ejercicio. Se ha constituido a partir de la descodificación generalizada de todos los flujos: flujo de riqueza, flujo de trabajo, flujo de lenguaje, flujo de arte, etcétera No ha reconstruido un código sino que ha elaborado una suerte de contabilidad, una suerte de axiomática de los flujos descodificados como base de su economía. Liga los puntos de fuga y sigue adelante. Amplía siempre sus propios límites y siempre se ve obligado a emprender nuevas fugas con nuevos límites. No ha resuelto ninguno de sus problemas fundamentales, ni siquiera puede prever el aumento de la masa monetaria de un país de un año a otro. No para de franquear sus límites, que reaparecen siempre más allá. Se coloca en situaciones espantosas con respecto a su propia producción, su vida social, su demografía, su periferia tercermundista, sus regiones interiores, etcétera. Hay fugas por todas partes, que renacen de los límites siempre desplazados por el capitalismo. Y no hay duda de que la fuga revolucionaria (la fuga de la que hablaba Jackson cuando decía: «no paro de huir pero, en mi huída, busco un arma … ») (c) no es igual que otros tipos de fugas, que la fuga esquizofrénica o la fuga toxicomaníaca. Pero éste es el problema de la marginalidad: hacer que todas las líneas de fuga se conecten en un plano revolucionario. En el capitalismo hay, pues, algo nuevo, el carácter que adoptan las líneas de fuga, y también nuevas potencialidades revolucionarias. Como ve, hay esperanza.
Actuel.- Hablaba hace un momento de las cruzadas: ¿es, para ustedes, una de las primeras manifestaciones de una esquizofrenia colectiva?
Félix Guattari.- Fue, en efecto, un extraordinario movimiento esquizofrénico. De pronto, en un período ya de por sí cismático y turbulento, miles y miles de personas se hartaron de la vida que llevaban, se improvisaron predicadores y aldeas enteras quedaron abandonadas. Sólo después el papado, alarmado, intentó señalar un objetivo al movimiento esforzándose por encaminarlo hacia Tierra Santa. Con una doble ventaja: desembarazarse de las turbas errantes y reforzar las bases cristianas en Oriente Próximo, amenazadas por los turcos. No siempre con éxito: la cruzada de los venecianos apareció en Constantinopla, la cruzada de los niños giró hacia el sur de Francia y enseguida dejó de suscitar ternura. Ciudades enteras fueron tomadas e incendiadas por estos niños «cruzados» que los ejércitos regulares acabaron exterminando: matándolos, vendiéndolos como esclavos…
Actuel.- ¿Podría existir un paralelismo con los movimientos contemporáneos: las comunidades como camino para escapar de la fábrica y de la oficina?¿Y habría un papa que quisiera dirigirlas?¿La revolución de Jesús?
Félix Guattari.- Una recuperación cristiana no es algo impensable. Hasta cierto punto, ya es una realidad en los Estados Unidos, aunque mucho menos en Europa o en Francia. Pero existe ya una recuperación latente bajo la forma de la tendencia naturista, la idea de que sería posible retirarse de la producción y reconstruir una pequeña sociedad aparte, como si no estuviéramos ya marcados y encadenados por el sistema del capitalismo.
Actuel.- ¿Qué papel atribuyen ustedes a la Iglesia en un país como el nuestro? La Iglesia ha estado en el centro del poder de la sociedad occidental hasta el siglo XVIII, ha sido el vínculo y la estructura de la máquina social hasta la emergencia del Estado-Nación. Privada hoy por la tecnocracia de esta función esencial, aparece marchando a la deriva, sin punto de anclaje y dividida. Llega uno a preguntarse si la Iglesia, influida por las corrientes del catolicismo progresista, no ha llegado a ser menos confesional que algunas organizaciones políticas.
Félix Guattari.- ¿Y el ecumenismo? ¿No es una forma de volver sobre sus pasos? La Iglesia no ha sido nunca más fuerte. No hay razón alguna para contraponer Iglesia y tecnocracia; hay una tecnocracia de la iglesia. Históricamente, el cristianismo y el positivismo siempre han hecho buenas migas. El motor del desarrollo de las ciencias positivas es cristiano. No se puede decir que el psiquiatra ha sustituido al sacerdote. La represión los necesita a todos. Lo único que ha envejecido del cristianismo es su ideología, pero no su organización de poder.
Actuel. - Llegamos así a este otro aspecto de su libro: la crítica de la psiquiatría. ¿Podemos decir que Francia está ya cuadriculada por la psiquiatría sectorial? Y ¿hasta dónde llega esta organización?
Félix Guattari.- La estructura de los hospitales psiquiátricos es esencialmente estatal, y los psiquiatras son funcionarios. El Estado se ha conformado durante mucho tiempo con una política de coacción y no ha hecho nada durante todo un siglo. Hubo que esperar a la Liberación para que apareciese cierta inquietud: la primera revolución psiquiátrica, la apertura de los hospitales, los servicios libres, la psicoterapia institucional. Todo esto llevó a la gran utopía de la psiquiatría sectorial, que consistía en limitar el número de internamientos y mandar equipos psiquiátricos a las poblaciones, igual que se enviaba a los misioneros a la sabana. Carente de fondos y de voluntad, la reforma ha quedado estancada: unos cuantos servicios-modelo para las visitas oficiales, y hospitales dispersos por las regiones más subdesarrolladas. Vamos hacia una gran crisis, de las dimensiones de la crisis universitaria, un desastre a todos los niveles: equipamientos, formación del personal, terapias, etcétera.
La cuadriculación institucional de la infancia está, por el contrario, mucho más asumida. En este ámbito, la iniciativa ha escapado del marco estatal y de su financiación para aproximarse a todo tipo de asociaciones: de defensa de la infancia, de padres… Los establecimientos han proliferado, subvencionados por la Seguridad Social. Del niño se hacen cargo, inmediatamente, una red de psiquiatras que le fichan a la edad de tres años y le hacen un seguimiento de por vida. Hay que esperar soluciones de este tipo para la psiquiatría de adultos. Ante el actual callejón sin salida, el estado intentará desnacionalizar sus instituciones y promover otras al amparo de la ley de 1901, sin duda manipuladas por poderes políticos y asociaciones familiares reaccionarias. Vamos, en efecto, hacia una cuadriculación psiquiátrica de Francia, a menos que la actual crisis libere sus potencialidades revolucionarias. Se extiende por todas partes la ideología más conservadora, una llana transposición de los conceptos edípicos. En los establecimientos para niños, al director se le llama «tito» y a la enfermera «mamá». E incluso he tenido noticia de distinciones de género: los grupos de juego se remiten a un principio materno, los talleres al principio paterno. La psiquiatría sectorial tiene una cara progresista, porque abre el hospital. Pero si esa apertura consiste en cuadricular el barrio, pronto echaremos de menos los antiguos manicomios cerrados. Ocurre como con el psicoanálisis: funciona al aire libre, pero es mucho peor, mucho más peligroso como fuerza represiva.
Gilles Deleuze.- Relatemos un caso. Una mujer llega a una consulta. Explica que toma tranquilizantes. Pide un vaso de agua. Luego habla: «¿Sabe usted? Yo tengo cierta cultura, tengo estudios, me gusta mucho leer y, ahí lo tiene, ahora me paso el tiempo llorando. No puedo soportar ir en metro… Lloro en cuanto leo cualquier cosa… Miro la televisión, veo las imágenes de Vietnam: no puedo soportarlas…». El médico no responde gran cosa. La mujer continúa: «Estuve en la Resistencia… en cierto modo… hacía de buzón de correo». El médico pide una explicación. -Sí. ¿no lo comprende, doctor? Iba a un café y preguntaba, por ejemplo, «¿Hay algo para René?» Me daban una carta, que tenía que entregar…». El médico oye «René» y despierta: «¿Por qué dice usted «René»?». Es la primera vez que se atreve a preguntar. Hasta ese momento, ella le había hablado del metro, de Hiroshima, de Vietnam, del efecto que todo eso tenía sobre su cuerpo, de las ganas de llorar, pero el médico pregunta únicamente: «Así que «René»… (6) ¿Qué le recuerda «René»? René, ¿alguien que ha renacido, ¿Un renacimiento? La Resistencia no significa nada para el médico, pero «renacimiento» lleva al esquema universal, al arquetipo: «Usted quiere renacer». El médico se reencuentra consigo mismo, se reconoce en su circuito. Y la fuerza a hablar de su padre y de su madre.
Éste es un aspecto esencial de nuestro libro, y es algo muy concreto. Los psiquiatras y los psicoanalistas no han prestado nunca atención a un delirio. Basta con escuchar a alguien que delira: le persiguen los rusos, los chinos, no me queda saliva, alguien me ha dado por el culo en el metro, hay microbios y espermatozoides hormigueando por todas partes. La culpa es de Franco, de los judíos, de los maoístas: todo un delirio del campo social. ¿Por qué no habría de concernir a la sexualidad de un sujeto la relación que mantiene con su idea de los chinos, de los blancos o de los negros, con la civilización, con las cruzadas, con el metro? Los psiquiatras y los psicoanalistas no escuchan nada, están tan a la defensiva que son indefendibles. Destruyen el contenido del inconsciente mediante unos enunciados elementales prefabricados: «-Me habla usted de los chinos pero, ¿qué me dice de su padre? -No, él no es chino. -Entonces, ¿tiene usted un amante chino?». Es algo del estilo de la labor represiva del juez de Angela Davis, que aseguraba: «Su comportamiento sólo es explicable porque estaba enamorada». ¿Y si, al contrario, la libido de Angela Davis fuera una libido social, revolucionaria? ¿Y si ella estaba enamorada porque era revolucionaria?
Esto es lo que tenemos que decirles a los psiquiatras y a los psicoanalistas: no sabéis lo que es un delirio, no habéis comprendido nada. Si nuestro libro tiene algún sentido, es porque llega en un momento en el que muchas personas tienen la impresión de que la máquina psicoanalítica ya no funciona, hay una generación que comienza a estar harta de estos esquemas que sirven para todo -Edipo y la castración, lo imaginario y lo simbólico- y que ocultan sistemáticamente el contenido social, político y cultural de todo trastorno psíquico.
Actuel.- Ustedes asocian esquizofrenia y capitalismo, tal es el fundamento mismo de su libro. ¿Hay casos de esquizofrenia en otras sociedades?
Félix Guattari.- La esquizofrenia es indisociable del sistema capitalista, concebido él mismo como una primera fuga: es su enfermedad exclusiva. En otras sociedades, la fuga y la marginalidad adoptan otros aspectos. El individuo asocial de las sociedades primitivas no es encerrado. La prisión y el asilo son invenciones recientes. Se les caza, se les exilia a los límites de la aldea y mueren, a menos que lleguen a integrarse en la aldea colindante. Cada sistema tiene, por otra parte, su enfermo particular: el histérico de las sociedades primitivas, los maníaco-depresivos y paranoicos del gran imperio… La economía capitalista procede por descodificación y desterritorialización: tiene sus enfermos extremos, es decir, los esquizofrénicos, que se descodifican y se desterritorializan hasta el límite, pero también sus consecuencias más extremas, las revolucionarias.
(1) N. de Trad.: Jacques Chaban-Delmas (1915-2000), primer ministro del Gobierno francés de 1969 a 1972
(2) N. de Trad.:Compagnies républicaines de securité, cuerpo de la policía francesa.
(3) N. de Trad.: Edgar Faure (1908-1988), ministro de Educación Nacional en 1968-1969 y, en 1971, presidente de la Comisión Internacional para el Desarrollo de la Educación.
(a) Pierre Victor fue el seudónimo de Benny Levy, dirigente en ese momento de la Izquierda Proletaria (luego declarada ilegal).
(4) Cfr. Les temps modernes, Nouveau Fascisme, Nouvelle démocratie, nº 310 bis, junio de 1972, pp. 355-366 (veáse la nota c del texto nº 26, N. del T).
(b) D. Guerin, La révolution française et nous, F. Maspero, París, reed. 1976 (trad. cast. La revolución francesa y nosotros, Villalar, col. Zimmerwald, Madrid, 1977, [N. del T.). Cfr., en el mismo sentido, La lutte de classes sous la Première République: 1793-1797, Gallimard, París. reed. 1968 (trad. cast. La lucha de clases en el apogeo de la revolución francesa: 1793-1795. Alianza. Madrid. 1974 [N. del T]).
(c) Sobre G. Jackson, ver la nota b del texto nº 32.
(6) N. de Trad.: Renacido: en francés, re-né.
* Título del editor. «Gilles Deleuze, Félix Guattari», en Michel-Antoine Burnier ed., C’est demain la ville, Ed. du Seuil, París, 1973. pp. 139-161. Esta entrevista estaba inicialmente destinada a aparecer en la revista Actuel, de la que M.-A Burnier era uno de los directores.
http://estafeta-gabrielpulecio.blogspot.com/2010/06/gilles-deleuze-y-felix-guattari-sobre.html
Así es, al menos tomemos sus palabras si vamos a desacreditarlos; no hagamos hombres de paja.
Abysso- Mensajes : 2592
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Re: El comunismo que el Comunismo no reconoce
Exacto, y por eso justo arriba de tu comentario (aquí citado) el texto en video que nos trae Diego Singer, para mostrarnos que "tener una idea es algo raro". Cuando no haces un hombre de paja, al menos dices algo que ya he contemplado antes como si fueran ocurrencias tuyas. Me halaga tu participación en otro hilo que quieres desvirtuar a esos lloriqueos que hiciste en mi hilo sobre la supuesta identidad del Occidente.Giordano Bruno de Nola escribió:presagió José Ortega y Gasset el hombre masa, el milenali masa no tiene ideas, tiene ocurrencias
Parece que esta diferencia entre usted y yo de que usted me trae campeones entre blogueros y Youtuberos no obedece a otra cosa que a su incapacidad de traducir los textos en sus propias palabras y exponerlos en su sentido o punto de vista. Desde el punto de vista cognitivo es que usted cree entender los textos, emocionalmente se adhiere a ellos sin que cognitivamente se los apropie realmente. Imagine si eso pasa con los textos que le gustan, que pasa con los textos que confronta o no le gustan.
Yo no le he traído nada, usted viene solito a llorarme el cómo debe haber un intercambio entre nosotros sólo porque sí. Cuando tuvo su oportunidad la desperdició en falacias simplistas, y luego le aclaré que no me interesaba darle lugar a sus intercambios neuróticos en el muy dicho ya mencionado hilo sobre la identidad occidental... pero finge demencia cuando le conviene y cree que puede esperar que ahora lo tome enserio.
Tampoco usted sabe nada de mi apropiación de los textos porque se basa en un foro para definirme, no en mi cotidianidad de la cual tampoco sabe mis movimientos y actividades. Si usted no tiene más nada que hacer de su vida, me alegro que le apasione traer la academia a un foro casual que, como ya he dicho antes, no pasa de ser ocio.
Pero bueno, si disfruta hacer de psicoanalista de mis posteos en este hilo, ¿quién soy yo para impedirle darle rienda suelta a su delirio? a lo mejor me he perdido la parte donde le divierte jugar al profe con autoridad indiscutida jaja Pero sus propias provocaciones por lo visto le vienen golpeando en la cara innecesariamente.
Salúu
Abysso- Mensajes : 2592
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Localización : Yuggoth
Re: El comunismo que el Comunismo no reconoce
Hablando de eso, se me ocurre una para los amantes de la ciencia, muy a tono con las interrupciones pero también con el discurso de Tiqqun:
Se nos objetará que, mucho antes de Lamarck, hubo todo un pensamiento de tipo evolucionista. Que su importancia fue grande a mediados del siglo XVIII hasta que Cuvier señala su detención. Que Bonnet, Maupertuis, Diderot, Robinet y Benoit de Maillet articularon muy claramente la idea de que las formas vivas pueden pasar de unas a otras, que las especies actuales son sin duda el resultado de transformaciones antiguas y que todo el mundo vivo se dirige, quizá, hacia un punto futuro, en tal grado que no puede asegurarse de ninguna forma viva que haya sido adquirida definitivamente y esté estabilizada para siempre. De hecho, tales análisis son incompatibles con lo que actualmente entendemos como pensamiento evolucionista. En efecto, su propósito es el cuadro de las identidades y de las diferencias en la serie de acontecimientos sucesivos. Y para pensar la unidad de este cuadro y de esta serie sólo tiene dos medios a su disposición.
El primero consiste en integrar la serie de las sucesiones con la continuidad de los seres y su distribución en cuadro. Todos los seres que la taxinomia ha dispuesto en una simultaneidad ininterrumpida están, pues, sometidos al tiempo. No en el sentido de que la serie temporal haya hecho nacer una multiplicidad de especies que una mirada horizontal podría disponer luego de acuerdo con un cuadriculado clasificador, sino en el sentido de que todos los puntos de la taxinomia están afectados por un índice temporal, de suerte que la "evolución" no es más que el desplazamiento solidario y general de la escala, desde el primero hasta el último de sus elementos. Este sistema es el de Charles Bonnet. Implica, en primer lugar, que la cadena de los seres, tendida a través de una serie innumerable de anillos hacia la perfección absoluta de Dios, no la alcanza actualmente; (49) que todavía es infinita la distancia entre Dios y la menos defectuosa de las criaturas; y que, en esta distancia quizá infranqueable, no deja de avanzar hacia una perfección mayor toda la trama ininterrumpida de los seres. Implica también que esta "evolución" mantiene intacta la relación que existe entre las diferentes especies: si una de ellas, al perfeccionarse, alcanza el grado de complejidad que posee de antemano la del grado inmediatamente superior, ésta sin embargo no se reúne con aquélla, pues, llevada por el mismo movimiento, ha tenido que perfeccionarse en una proporción equivalente: "Habrá un progreso continuo y más o menos lento de todas las especies hacia una perfección superior, de modo que todos los grados de la escala serán continuamente variables en una relación determinada y constante... El hombre, trasportado a una morada más adecuada a la eminencia de sus facultades, dejará al mono y al elefante ese primer lugar que ocupaba entre los animales de nuestro planeta... Habrá Newtons entre los monos y Vaubans entre los castores. Las ostras y los pólipos serán, en relación con las especies más elevadas, lo que los pájaros y los cuadrúpedos son con respecto al hombre". (50) Este "evolucionismo" no es una manera de concebir la aparición de los seres unos a partir de los otros; es, en realidad, una manera de generalizar el principio de continuidad y la ley que quiere que los seres formen una capa sin interrupción. Añade, en un estilo leibniziano, (51) el continuo del tiempo al continuo del espacio y a la infinita multiplicidad de los seres, el infinito de su perfeccionamiento. No se trata de una jerarquización progresiva, sino del desarrollo constante y global de una jerarquía ya instaurada. Lo que supone, en última instancia, que el tiempo, lejos de ser un principio de la taxinomia, no es más que uno de sus factores. Y que está preestablecido lo mismo que todos los otros valores tomados por todas las otras variables. Así, pues, es necesario que Bonnet sea preformacionista —y esto en un grado mucho mayor que lo que nosotros comprendemos, a partir del siglo XIX, por "evolucionismo"; está obligado a suponer que los avalares o las catástrofes del globo han sido dispuestos de antemano como otras tantas ocasiones para que la cadena infinita de los seres se acabe en el sentido de un mejoramiento infinito: "Estas evoluciones han estado previstas e inscritas en los gérmenes de los animales desde el primer día de la creación. Pues estas evoluciones están ligadas con las revoluciones en todo el sistema solar que Dios ha ordenado de antemano". El mundo entero ha sido larva; helo aquí crisálida; un día, sin duda alguna, se convertirá en mariposa. (52) Y todas las especies serán arrastradas de la misma manera por esta gran mudanza. Como vemos, tal sistema no es un evolucionismo que empiece por trastornar el viejo dogma de la fijeza; es una taxinomia que implica, además, al tiempo. Una clasificación generalizada.
La otra forma de "evolucionismo" consiste en hacer que el tiempo desempeñe un papel del todo opuesto. Ya no sirve para desplazar sobre la línea finita o infinita del perfeccionamiento el conjunto del cuadro clasificador, sino para hacer aparecer, unos tras otros, todos los casos que, juntos, formarán la red continua de las especies. Hace tomar sucesivamente a las variables de lo vivo todos los valores posibles: es un ejemplo de una caracterización que se hace poco a poco y como elemento tras elemento. Las semejanzas o las identidades parciales que sostienen la posibilidad de una taxinomia serían pues las marcas expuestas en el presente de un solo y mismo ser vivo, que persiste a través de los avatares de la naturaleza y llena así todas las posibilidades que el cuadro taxinómico deja abiertas. Por ejemplo, como observa Benolt de Maillet, si las aves tienen alas como los peces aletas, es porque fueron, la época del gran reflujo de las aguas primigenias, besugos que se quedaron en seco o delfines que pasaron para siempre a una patria aérea. "El semen de estos peces, llevado por las salinas, puede haber dado lugar a la primera transmigración de la especie de su habitación marítima a la terrestre. Aunque hayan perecido cien millones sin haber podido aclimatarse, fue suficiente con que dos pudieran hacerlo para que surgiera la especie." (53) Los cambios en las condiciones de vida de los seres vivos parecen entrañar tanto ahí como en ciertas formas de evolucionismo, la aparición de especies nuevas. Pero el modo de acción del aire, del agua, del clima, de la tierra sobre los animales no es el de un medio sobre una función y sobre los órganos en los que se cumple; los elementos exteriores sólo intervienen a título de ocasión para hacer aparecer un carácter. Y esta aparición, siempre y cuando esté cronológicamente condicionada por tal acontecimiento del globo, se hace posible a priori por el cuadro general de las variables que define todas las formas eventuales de lo vivo. El semi evolucionismo del siglo XVIII parece presagiar tanto la variación espontánea del carácter, tal como la encontramos en Darwin, como la acción positiva del medio, tal como la describirá Lamarck. Pero esto es una ilusión retrospectiva: para esta forma de pensamiento, en efecto, la sucesión del tiempo no puede dibujar nunca más que la línea a lo largo de la cual se suceden todos los valores posibles de las variables preestablecidas. Y, en consecuencia, es necesario definir un principio de modificación interior del ser vivo que le permita, al presentarse una peripecia natural, el tomar un carácter nuevo.
Así, pues, nos encontramos ante un nuevo punto de elección: ya sea suponer en lo viviente una aptitud espontánea para cambiar deforma (o, cuando menos, para adquirir a través de las generaciones un carácter ligeramente diferente del que se había dado original-mente; tanto que terminará, poco a poco, por hacerse irreconocible),ya sea también el atribuirle la búsqueda oscura de una especie terminal que poseerá los caracteres de todas aquellas que la han precedido, pero con un grado más alto de complejidad y de perfección.
El primer sistema es el de los errores al infinito —tal como lo encontramos en Maupertuis. El cuadro de las especies que la historia natural puede establecer habría sido adquirido, pieza por pieza, por el equilibrio constante en la naturaleza, entre una memoria que asegura la continuidad (mantiene a las especies en el tiempo y en la semejanza de una a otra) y una tendencia a la desviación que asegura, a la vez, la historia, las diferencias y la dispersión. Maupertuis supone que las partículas de materia están dotadas de actividad y de memoria. Atraídas unas por otras, las menos activas forman sustancias minerales; las más activas dibujan el cuerpo, más complejo, de los animales. Estas formas, que se deben a la atracción y al azar, desaparecen cuando no pueden subsistir. Las que se conservan dan nacimiento a nuevos individuos, cuya memoria mantiene los caracteres de la pareja progenitora. Y esto sigue siendo así hasta que una desviación de las partículas —un azar— hace nacer una nueva especie que la fuerza obstinada del recuerdo mantiene a su vez: "La diversidad infinita de los animales provendría de repetidos rodeos". (54) Así, cada vez más de cerca, los seres vivos adquieren por variaciones sucesivas todos los caracteres que conocemos de ellos, y la capa coherente y sólida que forman no es, cuando se les ve en la dimensión del tiempo, más que el resultado fragmentario de un continuo mucho más cerrado, mucho más acabado: un continuo tejido por un número incalculable de pequeñas diferencias olvidadas o abortadas. Las especies visibles que se ofrecen a nuestro análisis han sido recortadas sobre el fondo incesante de monstruosidades que aparecen, centellean, caen al abismo, y a veces, se mantienen. Y aquí está el punto fundamental: la naturaleza sólo tiene una historia en la medida en que es susceptible de una continuidad. Por tomar, por turno, todos los caracteres posibles (cada valor de todas las variables) se presenta bajo la forma de la sucesión.
No corre distinta suerte el sistema inverso del prototipo y de la especie terminal. En este caso, hay que suponer, con J. B. Robinet, que la continuidad no está asegurada por la memoria, sino por un proyecto. Proyecto de un ser complejo hacia el que se encamina la naturaleza a partir de elementos simples que compone y arregla poco a poco: "Al principio, los elementos se combinan. Un pequeño número de principios simples sirve de base a todos los cuerpos"; son éstos los que presiden exclusivamente la organización de los minerales; después "la magnificencia de la naturaleza" no deja de aumentar "hasta llegar a los seres que pasean sobre la superficie del globo"; "la variación de los órganos en cuanto al número, el tamaño, la finura, la textura interna, la figura externa, da nuevas especies que se dividen y subdividen hasta el infinito por nuevos arreglos". (55) Y así sucesivamente hasta llegar al arreglo más complejo que conocemos. De suerte que toda la continuidad de la naturaleza se aloja entre un prototipo, absolutamente arcaico, enterrado más profundamente que cualquier historia, y la complicación extrema de este modelo, tal como se puede observar, cuando menos sobre el globo terrestre, en la persona del ser humano. (56) Entre estos dos extremos existen todos los grados posibles de complejidad y de combinación: como una inmensa serie de ensayos, algunos de los cuales han persistido bajo la forma de especies constantes y otros de los cuales han sido absorbidos. Los monstruos no pertenecen a otra "naturaleza" que las especies mismas: "Creemos que las formas más extrañas en apariencia... pertenecen necesaria y esencialmente al plan universal del ser; que son metamorfosis del prototipo, tan naturales como las otras, ya sea que nos ofrezcan fenómenos diferentes o que sirvan de paso a las formas vecinas; que preparan y ordenan las combinaciones que las siguen, del mismo modo que ellas son ordenadas por las que las preceden; que contribuyen al orden de las cosas, lejos de perturbarlo. Quizá la naturaleza sólo llega a producir seres más regulares y una organización más simétrica a fuerza de seres". (57) Tanto en Robinet como en Maupertuis, la sucesión y la historia sólo son, con respecto a la naturaleza, medios de recorrer la trama de las variaciones infinitas de las que es susceptible. Así, pues, no es el tiempo ni la duración el que asegura, a través de la diversidad de los medios, la continuidad y la especificación de los seres vivos; sino que, sobre el fondo continuo de todas las variaciones posibles, el tiempo dibuja un recorrido en el cual los climas y la geografía sólo toman en cuenta las regiones privilegiadas y destinadas a mantenerse. El continuo no es el surco visible de una historia fundamental en la que un mismo principio vivo lucharía como un medio variable. Pues el continuo precede al tiempo. Es su condición. Y con relación a él, la historia no puede desempeñar más que un papel negativo: cuenta y hace subsistir o descuida y deja desaparecer.
De aquí, dos consecuencias. Primero, la necesidad de hacer intervenir a los monstruos —que son como el ruido de fundo, el murmullo ininterrumpido de la naturaleza. En efecto, si se necesita que el tiempo, que es limitado, recorra —quizá haya recorrido ya—todo el continuo de la naturaleza, debe admitirse que un número considerable de variaciones posibles se ha tachado, después borrado; así como la catástrofe geológica era necesaria para que se pudiera pasar del cuadro taxinómico al continuo, a través de una experiencia mezclada, caótica y desgarrada, así la proliferación de monstruos sin futuro es necesaria para que se pueda redescender del continuo al cuadro a través de una serie temporal. Dicho de otra manera, lo que en un sentido debe leerse como el drama de la tierra y de las aguas, debe leerse, en otro sentido, como una aberración aparente de las formas. El monstruo asegura, en el tiempo y con respecto a nuestro saber teórico, una continuidad que los diluvios, los volcanes y los continentes hundidos mezclan en el espacio para nuestra experiencia cotidiana. La otra consecuencia es que a lo largo de una historia tal, los signos de la continuidad no pertenecen más que al orden de la semejanza. Dado que ninguna relación entre el medio y el organismo (58) define esta historia, las formas vivas sufrirán todas las metamorfosis posibles y no dejarán tras ellas, como señal del trayecto recorrido, más que referencias de las similitudes. Por ejemplo,¿en qué se puede reconocer que la naturaleza no ha dejado de esbozar, a partir del prototipo primitivo, la figura del hombre, provisionalmente terminal? En que ha abandonado en su recorrido mil formas que dibujaban el modelo rudimentario. ¿Cuántos fósiles son, con respecto a la oreja, el cráneo o las partes sexuales del hombre como otras tantas estatuas de yeso, modeladas un día y dejadas después por una forma más perfeccionada? "La especie que se asemeja al corazón humano y que por esa causa se llama antropocardita... merece una atención especial. Su sustancia es un guijarro por dentro. La forma de un corazón ha sido imitada lo mejor posible. Se distingue el tronco de la vena cava, con una porción de sus dos cortes. Se ve también salir del ventrículo izquierdo el tronco de la gran arteria con su parte inferior o descendente." (59) El fósil, con su naturaleza mixta de animal y mineral es el lugar privilegiado de una semejanza que el historiador del continuo exige, en tanto que el espacio de la taxinomia la descompone rigurosamente.
El monstruo y el fósil desempeñan un papel muy preciso en esta configuración. A partir del poder del continuo que posee la naturaleza, el monstruo hace aparecer la diferencia: ésta, que aún carece de ley, no tiene una estructura bien definida; el monstruo es la cepa de la especificación, pero ésta no es más que una subespecie en la lenta obstinación de la historia. El fósil es el que permite subsistirlas semejanzas a través de todas las desviaciones recorridas por la naturaleza; funciona como una forma lejana y aproximativa de identidad; señala un semicarácter en el cambio del tiempo. Porque el monstruo y el fósil no son otra cosa que la proyección hacia atrás de estas diferencias y de estas identidades que definen, para la taxinomia, la estructura y después el carácter. Forman, entre el cuadro y el continuo, la región sombría, móvil, temblorosa en la que lo que el análisis definirá como identidad no es aún sino analogía muda; y lo que definirá como diferencia asignable y constante no es aún sino variación libre y azarosa. Pero, a decir verdad, la historia de la naturaleza es tan imposible de pensar para la historia natural, y la disposición epistemológica dibujada por el cuadro y el continuo tan fundamental, que el devenir sólo puede tener un lugar intermedio y medido por las solas exigencias del conjunto. Por ello, no interviene a no ser en el paso necesario de uno a otro. Es como un conjunto de intemperies ajenas a los seres vivos y que únicamente llegan a ellos desde el exterior. Es como un movimiento sin cesar trazado pero detenido en su esbozo y perceptible sólo en los bordes del cuadro, en sus márgenes descuidados: y así, sobre el fondo del continuo, el monstruo cuenta, como en una caricatura, la génesis de las diferencias, y el fósil recuerda, en la incertidumbre de sus semejanzas, los primeros intentos obstinados de identidad.
http://estafeta-gabrielpulecio.blogspot.com/2010/11/michel-foucault-clasificar.html
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Y ésto porque bien sabemos que hay un discurso sobre la naturaleza, es decir, la teoría de la historia natural no puede disociarse de la del lenguaje, y sin embargo, no se trata de una transferencia de método de una a otra. Ni de una comunicación de conceptos o del prestigio de un modelo que, por haber "logrado éxito" en una parte, fuera ensayado en el terreno vecino. Tampoco se trata de una racionalidad más general que impondría formas idénticas a la reflexión sobre la gramática y a la taxinomia. Sino de una disposición fundamental, del saber que ordena el conocimiento de los seres según la posibilidad de representarlos en un sistema de nombres. Sin duda, hubo en esta región que ahora llamamos vida muchas otras investigaciones aparte de los esfuerzos de clasificación, muchos otros análisis aparte del de las identidades y las diferencias. Pero todos descansaban sobre una especie de a priori histórico que los autorizaba en su dispersión, en sus proyectos singulares y divergentes y que hacía igualmente posibles todos los debates de opiniones a los que daban lugar. Este a priori no está constituido por un grupo de problemas constantes que los fenómenos concretos planteen sin cesar como otros tantos enigmas para la curiosidad de los hombres; tampoco está formado por un cierto estado de los conocimientos, sedimentado en el curso de las edades precedentes y que sirve de suelo a los progresos más o menos desiguales o rápidos de la racionalidad; tampoco está determinado, sin duda alguna, por lo que llamamos la mentalidad o los "marcos del pensamiento" de una época dada, si con ello debe entenderse el perfil histórico de los intereses especulativos, de las credulidades o de las grandes opciones teóricas. Este a priori es lo que, en una época dada, recorta un campo posible del saber dentro de la experiencia, define el modo de ser de los objetos que aparecen en él, otorga poder teórico a la mirada cotidiana y define las condiciones en las que puede sustentarse un discurso, reconocido como verdadero, sobre las cosas. El a priori histórico que, en el siglo XVIII, fundamentó las investigaciones o los debates sobre la existencia de los géneros, la estabilidad de las especies, la trasmisión de los caracteres a través de las generaciones, es la existencia de una historia natural: organización de un cierto visible como dominio del saber, definición de las cuatro variables de la descripción, constitución de un espacio de vecindades en el que cualquier individuo, sea el que fuere, puede colocarse. La historia natural de la época clásica no corresponde al puro y simple descubrimiento de un objeto nuevo de curiosidad; recubre una serie de operaciones complejas que introducen en un conjunto de representaciones la posibilidad de un orden constante. Constituye, en cuanto descriptible y ordenable a la vez, todo un dominio de empiricidad. Lo que la emparienta con las teorías del lenguaje, la distingue de lo que entendemos, a partir del siglo XIX, por biología y la hace desempeñar un cierto papel crítico en el pensamiento clásico.
La historia natural es contemporánea del lenguaje: tiene el mismo nivel que el juego espontáneo que analiza las representaciones en el recuerdo, fija los elementos comunes e impone, por último, los nombres. Clasificar y hablar tienen su lugar de origen en ese mismo espacio que la representación abre en el interior de sí misma ya que está destinada al tiempo, a la memoria, a la reflexión, a la continuidad. Pero la historia natural no puede ni debe existir como lengua independiente de todas las demás a no ser que sea una lengua bien hecha. Y universalmente valiosa. En el lenguaje espontáneo y "mal hecho", los cuatro elementos (proposición, articulación, designación y derivación) dejan entre ellos intersticios abiertos: las experiencias de cada uno, las necesidades o las pasiones, los hábitos, los prejuicios, una atención más o menos despierta han constituido centenares de lenguajes diferentes, que no se distinguen sólo por la forma de las palabras, sino, sobre todo, por la manera en que estas palabras recortan la representación. La historia natural sólo será una lengua bien hecha si el juego queda cerrado: si la exactitud descriptiva hace de cada proposición un recorte constante de lo real (si siempre es posible atribuir a la representación lo que se articula) y si la designación de cada ser indica con todo derecho el lugar que ocupa en la disposición general del conjunto. En el lenguaje, la función del verbo es universal y vacía; prescribe solamente la forma más general de la proposición; y en el interior de ésta juegan los nombres su sistema de articulación; la historia natural reagrupa estas dos funciones en la unidad de la estructura que articula unas con otras todas las variables que pueden atribuirse a un ser. Y en tanto que, en el lenguaje, la designación está expuesta, en su funcionamiento individual, al azar de las derivaciones que dan su amplitud y su extensión a los nombres comunes, el carácter, tal como lo establece la historia natural, permite a la vez marcar al individuo y situarlo en un espacio de generalidades que se encajan unas en otras. Tanto que, por encima de las palabras de todos los días (y a través de ellas, ya que puede utilizárselas muy bien para las primeras descripciones) se construye el edificio de una lengua de segundo grado en la que reinan, por fin, los Nombres exactos de las cosas: "El método, alma de la ciencia, designa a primera vista cualquier cuerpo de la naturaleza de tal manera que este cuerpo enuncie el nombre que le es propio y que este nombre haga recordar todos los conocimientos que hayan podido adquirirse en el curso del tiempo sobre el cuerpo así denominado: tanto que en la confusión extrema se descubre el orden soberano de la naturaleza".
Pero esta denominación esencial —este paso de la estructura visible al carácter taxinómico— remite a una exigencia costosa. El lenguaje espontáneo, a fin de cumplir y rizar la figura que va de la función monótona del verbo ser a la derivación y al recorrido del espacio retórico, sólo tenía necesidad del juego de la imaginación: es decir, de las semejanzas inmediatas. En cambio, para que la taxinomia sea posible es necesario que la naturaleza sea realmente continua y en su plenitud misma. Allí donde el lenguaje exigía la similitud de las impresiones, la clasificación exige el principio de la menor diferencia posible entre las cosas. Ahora bien, este continuum, que aparece así en el fondo de la denominación, en la abertura que se deja entre la descripción y la disposición, está supuesto como muy anterior al lenguaje y como su condición. Y no sólo porque pueda fundamentar un lenguaje bien hecho, sino porque da cuenta de todo lenguaje en general. Sin duda alguna, es la continuidad de la naturaleza la que da a la memoria la oportunidad de ejercitarse, dado que una representación, confusa y mal percibida por cualquier identidad, hace recordar otra y permite aplicar a ambas el signo arbitrario de un nombre común. Lo que en la imaginación se daba como una similitud ciega no era más que el rastro irreflexivo y revuelto de la gran trama ininterrumpida de las identidades y de las diferencias. La imaginación (aquella que autoriza al lenguaje al permitir la comparación) formaba, sin que se supiera entonces, el lugar ambiguo en el que la continuidad rota, pero insistente, de la naturaleza se reunía con la continuidad vacía, pero atenta, de la conciencia tanto que no habría sido posible hablar ni habría habido lugar para el menor nombre si, en el fondo de las cosas, antes de toda representación, la naturaleza no hubiera sido continua. Para establecer el gran cuadro sin falla de las especies, los géneros y las clases ha sido necesario que la historia natural utilice, critique, clasifique y, por último, reconstituya con nuevos gastos un lenguaje cuya condición de posibilidad residía justamente en este continuo. Las cosas y las palabras se entrecruzan con todo rigor: la naturaleza sólo se ofrece a través de la reja de las denominaciones y ella que, sin tales nombres, permanecería muda e invisible, centellea a lo lejos tras ellos, continuamente presente más allá de esta cuadrícula que la ofrece, sin embargo, al saber y sólo la hace visible atravesada de una a otra parte por el lenguaje. Es por ello por lo que, sin duda alguna, la historia natural, en la época clásica, no pudo constituirse como biología. En efecto, hasta fines del siglo XVIII, la vida no existía. Sólo los seres vivos. Éstos forman una clase o, más bien, varias en la serie de todas las cosas del mundo: y si se puede hablar de vida es sólo como un carácter—en el sentido taxinómico de la palabra— en la distribución universal de los seres. Se tiene la costumbre de repartir las cosas de la naturaleza en tres clases: los minerales, a los que se reconoce crecimiento, pero no movimiento ni sensibilidad; los vegetales, que pueden crecer y son susceptibles de sensación; los animales que se desplazan espontáneamente. En lo que se refiere a la vida y al umbral que instaura, se los puede hacer deslizarse, según el criterio que se adopte, todo a lo largo de esta escala. Si, con Maupertuis, se la define por la movilidad y las relaciones de afinidad que atraen los elementos unos hacia otros y los mantienen unidos, es necesario alojarla vida en las partículas más simples de la materia. Se está obligado a situarla mucho más alto en la serie si se la define por un carácter cargado y complejo, como lo hacía Linneo, al fijar como criterio el nacimiento (por semen o brote), la nutrición (por intususcepción) el envejecimiento, el movimiento externo, la propulsión interna de líquidos, las enfermedades, la muerte, la presencia de vasos, glándulas, epidermis y utrículos. La vida no constituye un umbral manifiesto a partir del cual se requieran formas completamente nuevas del saber. Es una categoría de clasificación, relativa, lo mismo que todas las demás, al criterio que uno se fije. Y como todas las demás, sometida a ciertas imprecisiones en cuanto se trata de fijar sus fronteras. Así como el zoófito está en la franja ambigua entre los animales y las plantas, así los fósiles y los metales se alojan en este límite incierto en el que no se sabe si hablar o no de vida. Pero el corte entre lo vivo y lo no vivo nunca es problema decisivo. Como dice Linneo, el naturalista —aquel al que llama historiens naturalis— "distingue por la vista las partes de los cuerpos naturales, los describe convenientemente según el número, la figura, la posición y la proporción, y les da nombre". El naturalista es el hombre de lo visible estructurado y de la denominación característica. No de la vida.
Así, pues, no es necesario relacionar la historia natural, tal como se desplegó durante la época clásica, con una filosofía, aunque fuera oscura y hasta balbuciente, de la vida. En realidad, se entre cruza con una teoría de las palabras. La historia natural está situada, a la vez, antes y después del lenguaje; deshace el lenguaje cotidiano, pero con el fin de rehacerlo y descubrir lo que lo ha hecho posible a través de las semejanzas ciegas de la imaginación; lo critica, pero para descubrir en él el fundamento. Si lo retoma y quiere cumplirlo a la perfección es porque también retorna a su origen. Franquea este vocabulario cotidiano que le sirve de suelo inmediato y, más allá de él, va en busca de lo que ha podido constituir su razón de ser; pero, a la inversa, se aloja por completo en un espacio del lenguaje, ya que es esencialmente un uso concertado de los nombres y su último fin es dar a las cosas su verdadera denominación. Entre el lenguaje y la teoría de la naturaleza existe, pues, una relación de tipo crítico; en efecto, conocer la naturaleza es construir, a partir del lenguaje, un lenguaje verdadero que descubrirá en qué condiciones es posible cualquier lenguaje y dentro de qué límites puede tener un dominio de validez. La cuestión crítica existió, sin duda, en el siglo XVIII, si bien ligada a la forma de un saber determinado. Por esta razón no podía adquirir autonomía y valor de interrogación radical: no ha dejado de rondar en una región en la que se planteaba el problema de la semejanza, de la fuerza de la imaginación, de la naturaleza y de la naturaleza humana, del valor de las y abstractas, en suma, de las relaciones entre la percepción de la similitud y la validez del concepto. En la época clásica —Locke y Linneo, Buffon y Hume dan testimonio de ello— la cuestión crítica es la del fundamento de la semejanza y de la existencia del género.
A fines del siglo XVIII, aparecerá una nueva configuración que resolverá definitivamente, a los ojos del hombre moderno, el viejo espacio de la historia natural. Por una parte, la crítica se desplaza y se separa del suelo en que había nacido. En tanto que Hume hacía del problema de la causalidad un caso de interrogación general acerca de las semejanzas Kant, al aislar la causalidad, invierte la cuestión: allí donde se trataba de establecer las relaciones de identidad y de distinción sobre el fondo continuo de las similitudes, hace aparecer el problema inverso de la síntesis de lo diverso. De golpe, la cuestión crítica se remite del concepto al juicio, de la existencia del género (obtenida por el análisis de las representaciones) a la posibilidad de ligar entre ellas las representaciones, del derecho de nombrar al fundamento de la atribución, de la articulación nominal a la proposición misma y al verbo ser que la establece. Se encuentra, pues, completamente generalizada. En vez de tener validez por razón de las solas relaciones de la naturaleza y de la naturaleza humana, se plantea la interrogación acerca de la posibilidad misma de todo conocimiento.
Pero, por otro lado, en la misma época, la vida adquiere su autonomía en relación con los conceptos de la clasificación. Escapa a esta relación crítica que, en el siglo XVIII, era constitutiva del saber de la naturaleza. Escapa, lo que quiere decir dos cosas: la vida se convierte en objeto de conocimiento entre los demás y, con este título, dispensa de toda crítica en general; pero también resiste a esta jurisdicción crítica, que retoma por su cuenta y que traslada, en su propio nombre, a todo conocimiento posible. En tal medida, que alo largo del siglo XIX, de Kant a Dilthey y a Bergson, los pensamientos críticos y las filosofías de la vida se encontrarán en una posición de recuperación y de disputa recíprocas.
Ahora ya no tenemos que perder el tiempo con el esencialismo caduco de la ciencia de la Modernidad para hacernos los portadores de las tablas divinas, podemos volver a Tiqqun sin las payasadas al estilo Roxana Kreimer y su 'feminismo científico' digno de un par de siglo pasados.
Monstruos y fósiles
Se nos objetará que, mucho antes de Lamarck, hubo todo un pensamiento de tipo evolucionista. Que su importancia fue grande a mediados del siglo XVIII hasta que Cuvier señala su detención. Que Bonnet, Maupertuis, Diderot, Robinet y Benoit de Maillet articularon muy claramente la idea de que las formas vivas pueden pasar de unas a otras, que las especies actuales son sin duda el resultado de transformaciones antiguas y que todo el mundo vivo se dirige, quizá, hacia un punto futuro, en tal grado que no puede asegurarse de ninguna forma viva que haya sido adquirida definitivamente y esté estabilizada para siempre. De hecho, tales análisis son incompatibles con lo que actualmente entendemos como pensamiento evolucionista. En efecto, su propósito es el cuadro de las identidades y de las diferencias en la serie de acontecimientos sucesivos. Y para pensar la unidad de este cuadro y de esta serie sólo tiene dos medios a su disposición.
El primero consiste en integrar la serie de las sucesiones con la continuidad de los seres y su distribución en cuadro. Todos los seres que la taxinomia ha dispuesto en una simultaneidad ininterrumpida están, pues, sometidos al tiempo. No en el sentido de que la serie temporal haya hecho nacer una multiplicidad de especies que una mirada horizontal podría disponer luego de acuerdo con un cuadriculado clasificador, sino en el sentido de que todos los puntos de la taxinomia están afectados por un índice temporal, de suerte que la "evolución" no es más que el desplazamiento solidario y general de la escala, desde el primero hasta el último de sus elementos. Este sistema es el de Charles Bonnet. Implica, en primer lugar, que la cadena de los seres, tendida a través de una serie innumerable de anillos hacia la perfección absoluta de Dios, no la alcanza actualmente; (49) que todavía es infinita la distancia entre Dios y la menos defectuosa de las criaturas; y que, en esta distancia quizá infranqueable, no deja de avanzar hacia una perfección mayor toda la trama ininterrumpida de los seres. Implica también que esta "evolución" mantiene intacta la relación que existe entre las diferentes especies: si una de ellas, al perfeccionarse, alcanza el grado de complejidad que posee de antemano la del grado inmediatamente superior, ésta sin embargo no se reúne con aquélla, pues, llevada por el mismo movimiento, ha tenido que perfeccionarse en una proporción equivalente: "Habrá un progreso continuo y más o menos lento de todas las especies hacia una perfección superior, de modo que todos los grados de la escala serán continuamente variables en una relación determinada y constante... El hombre, trasportado a una morada más adecuada a la eminencia de sus facultades, dejará al mono y al elefante ese primer lugar que ocupaba entre los animales de nuestro planeta... Habrá Newtons entre los monos y Vaubans entre los castores. Las ostras y los pólipos serán, en relación con las especies más elevadas, lo que los pájaros y los cuadrúpedos son con respecto al hombre". (50) Este "evolucionismo" no es una manera de concebir la aparición de los seres unos a partir de los otros; es, en realidad, una manera de generalizar el principio de continuidad y la ley que quiere que los seres formen una capa sin interrupción. Añade, en un estilo leibniziano, (51) el continuo del tiempo al continuo del espacio y a la infinita multiplicidad de los seres, el infinito de su perfeccionamiento. No se trata de una jerarquización progresiva, sino del desarrollo constante y global de una jerarquía ya instaurada. Lo que supone, en última instancia, que el tiempo, lejos de ser un principio de la taxinomia, no es más que uno de sus factores. Y que está preestablecido lo mismo que todos los otros valores tomados por todas las otras variables. Así, pues, es necesario que Bonnet sea preformacionista —y esto en un grado mucho mayor que lo que nosotros comprendemos, a partir del siglo XIX, por "evolucionismo"; está obligado a suponer que los avalares o las catástrofes del globo han sido dispuestos de antemano como otras tantas ocasiones para que la cadena infinita de los seres se acabe en el sentido de un mejoramiento infinito: "Estas evoluciones han estado previstas e inscritas en los gérmenes de los animales desde el primer día de la creación. Pues estas evoluciones están ligadas con las revoluciones en todo el sistema solar que Dios ha ordenado de antemano". El mundo entero ha sido larva; helo aquí crisálida; un día, sin duda alguna, se convertirá en mariposa. (52) Y todas las especies serán arrastradas de la misma manera por esta gran mudanza. Como vemos, tal sistema no es un evolucionismo que empiece por trastornar el viejo dogma de la fijeza; es una taxinomia que implica, además, al tiempo. Una clasificación generalizada.
La otra forma de "evolucionismo" consiste en hacer que el tiempo desempeñe un papel del todo opuesto. Ya no sirve para desplazar sobre la línea finita o infinita del perfeccionamiento el conjunto del cuadro clasificador, sino para hacer aparecer, unos tras otros, todos los casos que, juntos, formarán la red continua de las especies. Hace tomar sucesivamente a las variables de lo vivo todos los valores posibles: es un ejemplo de una caracterización que se hace poco a poco y como elemento tras elemento. Las semejanzas o las identidades parciales que sostienen la posibilidad de una taxinomia serían pues las marcas expuestas en el presente de un solo y mismo ser vivo, que persiste a través de los avatares de la naturaleza y llena así todas las posibilidades que el cuadro taxinómico deja abiertas. Por ejemplo, como observa Benolt de Maillet, si las aves tienen alas como los peces aletas, es porque fueron, la época del gran reflujo de las aguas primigenias, besugos que se quedaron en seco o delfines que pasaron para siempre a una patria aérea. "El semen de estos peces, llevado por las salinas, puede haber dado lugar a la primera transmigración de la especie de su habitación marítima a la terrestre. Aunque hayan perecido cien millones sin haber podido aclimatarse, fue suficiente con que dos pudieran hacerlo para que surgiera la especie." (53) Los cambios en las condiciones de vida de los seres vivos parecen entrañar tanto ahí como en ciertas formas de evolucionismo, la aparición de especies nuevas. Pero el modo de acción del aire, del agua, del clima, de la tierra sobre los animales no es el de un medio sobre una función y sobre los órganos en los que se cumple; los elementos exteriores sólo intervienen a título de ocasión para hacer aparecer un carácter. Y esta aparición, siempre y cuando esté cronológicamente condicionada por tal acontecimiento del globo, se hace posible a priori por el cuadro general de las variables que define todas las formas eventuales de lo vivo. El semi evolucionismo del siglo XVIII parece presagiar tanto la variación espontánea del carácter, tal como la encontramos en Darwin, como la acción positiva del medio, tal como la describirá Lamarck. Pero esto es una ilusión retrospectiva: para esta forma de pensamiento, en efecto, la sucesión del tiempo no puede dibujar nunca más que la línea a lo largo de la cual se suceden todos los valores posibles de las variables preestablecidas. Y, en consecuencia, es necesario definir un principio de modificación interior del ser vivo que le permita, al presentarse una peripecia natural, el tomar un carácter nuevo.
Así, pues, nos encontramos ante un nuevo punto de elección: ya sea suponer en lo viviente una aptitud espontánea para cambiar deforma (o, cuando menos, para adquirir a través de las generaciones un carácter ligeramente diferente del que se había dado original-mente; tanto que terminará, poco a poco, por hacerse irreconocible),ya sea también el atribuirle la búsqueda oscura de una especie terminal que poseerá los caracteres de todas aquellas que la han precedido, pero con un grado más alto de complejidad y de perfección.
El primer sistema es el de los errores al infinito —tal como lo encontramos en Maupertuis. El cuadro de las especies que la historia natural puede establecer habría sido adquirido, pieza por pieza, por el equilibrio constante en la naturaleza, entre una memoria que asegura la continuidad (mantiene a las especies en el tiempo y en la semejanza de una a otra) y una tendencia a la desviación que asegura, a la vez, la historia, las diferencias y la dispersión. Maupertuis supone que las partículas de materia están dotadas de actividad y de memoria. Atraídas unas por otras, las menos activas forman sustancias minerales; las más activas dibujan el cuerpo, más complejo, de los animales. Estas formas, que se deben a la atracción y al azar, desaparecen cuando no pueden subsistir. Las que se conservan dan nacimiento a nuevos individuos, cuya memoria mantiene los caracteres de la pareja progenitora. Y esto sigue siendo así hasta que una desviación de las partículas —un azar— hace nacer una nueva especie que la fuerza obstinada del recuerdo mantiene a su vez: "La diversidad infinita de los animales provendría de repetidos rodeos". (54) Así, cada vez más de cerca, los seres vivos adquieren por variaciones sucesivas todos los caracteres que conocemos de ellos, y la capa coherente y sólida que forman no es, cuando se les ve en la dimensión del tiempo, más que el resultado fragmentario de un continuo mucho más cerrado, mucho más acabado: un continuo tejido por un número incalculable de pequeñas diferencias olvidadas o abortadas. Las especies visibles que se ofrecen a nuestro análisis han sido recortadas sobre el fondo incesante de monstruosidades que aparecen, centellean, caen al abismo, y a veces, se mantienen. Y aquí está el punto fundamental: la naturaleza sólo tiene una historia en la medida en que es susceptible de una continuidad. Por tomar, por turno, todos los caracteres posibles (cada valor de todas las variables) se presenta bajo la forma de la sucesión.
No corre distinta suerte el sistema inverso del prototipo y de la especie terminal. En este caso, hay que suponer, con J. B. Robinet, que la continuidad no está asegurada por la memoria, sino por un proyecto. Proyecto de un ser complejo hacia el que se encamina la naturaleza a partir de elementos simples que compone y arregla poco a poco: "Al principio, los elementos se combinan. Un pequeño número de principios simples sirve de base a todos los cuerpos"; son éstos los que presiden exclusivamente la organización de los minerales; después "la magnificencia de la naturaleza" no deja de aumentar "hasta llegar a los seres que pasean sobre la superficie del globo"; "la variación de los órganos en cuanto al número, el tamaño, la finura, la textura interna, la figura externa, da nuevas especies que se dividen y subdividen hasta el infinito por nuevos arreglos". (55) Y así sucesivamente hasta llegar al arreglo más complejo que conocemos. De suerte que toda la continuidad de la naturaleza se aloja entre un prototipo, absolutamente arcaico, enterrado más profundamente que cualquier historia, y la complicación extrema de este modelo, tal como se puede observar, cuando menos sobre el globo terrestre, en la persona del ser humano. (56) Entre estos dos extremos existen todos los grados posibles de complejidad y de combinación: como una inmensa serie de ensayos, algunos de los cuales han persistido bajo la forma de especies constantes y otros de los cuales han sido absorbidos. Los monstruos no pertenecen a otra "naturaleza" que las especies mismas: "Creemos que las formas más extrañas en apariencia... pertenecen necesaria y esencialmente al plan universal del ser; que son metamorfosis del prototipo, tan naturales como las otras, ya sea que nos ofrezcan fenómenos diferentes o que sirvan de paso a las formas vecinas; que preparan y ordenan las combinaciones que las siguen, del mismo modo que ellas son ordenadas por las que las preceden; que contribuyen al orden de las cosas, lejos de perturbarlo. Quizá la naturaleza sólo llega a producir seres más regulares y una organización más simétrica a fuerza de seres". (57) Tanto en Robinet como en Maupertuis, la sucesión y la historia sólo son, con respecto a la naturaleza, medios de recorrer la trama de las variaciones infinitas de las que es susceptible. Así, pues, no es el tiempo ni la duración el que asegura, a través de la diversidad de los medios, la continuidad y la especificación de los seres vivos; sino que, sobre el fondo continuo de todas las variaciones posibles, el tiempo dibuja un recorrido en el cual los climas y la geografía sólo toman en cuenta las regiones privilegiadas y destinadas a mantenerse. El continuo no es el surco visible de una historia fundamental en la que un mismo principio vivo lucharía como un medio variable. Pues el continuo precede al tiempo. Es su condición. Y con relación a él, la historia no puede desempeñar más que un papel negativo: cuenta y hace subsistir o descuida y deja desaparecer.
De aquí, dos consecuencias. Primero, la necesidad de hacer intervenir a los monstruos —que son como el ruido de fundo, el murmullo ininterrumpido de la naturaleza. En efecto, si se necesita que el tiempo, que es limitado, recorra —quizá haya recorrido ya—todo el continuo de la naturaleza, debe admitirse que un número considerable de variaciones posibles se ha tachado, después borrado; así como la catástrofe geológica era necesaria para que se pudiera pasar del cuadro taxinómico al continuo, a través de una experiencia mezclada, caótica y desgarrada, así la proliferación de monstruos sin futuro es necesaria para que se pueda redescender del continuo al cuadro a través de una serie temporal. Dicho de otra manera, lo que en un sentido debe leerse como el drama de la tierra y de las aguas, debe leerse, en otro sentido, como una aberración aparente de las formas. El monstruo asegura, en el tiempo y con respecto a nuestro saber teórico, una continuidad que los diluvios, los volcanes y los continentes hundidos mezclan en el espacio para nuestra experiencia cotidiana. La otra consecuencia es que a lo largo de una historia tal, los signos de la continuidad no pertenecen más que al orden de la semejanza. Dado que ninguna relación entre el medio y el organismo (58) define esta historia, las formas vivas sufrirán todas las metamorfosis posibles y no dejarán tras ellas, como señal del trayecto recorrido, más que referencias de las similitudes. Por ejemplo,¿en qué se puede reconocer que la naturaleza no ha dejado de esbozar, a partir del prototipo primitivo, la figura del hombre, provisionalmente terminal? En que ha abandonado en su recorrido mil formas que dibujaban el modelo rudimentario. ¿Cuántos fósiles son, con respecto a la oreja, el cráneo o las partes sexuales del hombre como otras tantas estatuas de yeso, modeladas un día y dejadas después por una forma más perfeccionada? "La especie que se asemeja al corazón humano y que por esa causa se llama antropocardita... merece una atención especial. Su sustancia es un guijarro por dentro. La forma de un corazón ha sido imitada lo mejor posible. Se distingue el tronco de la vena cava, con una porción de sus dos cortes. Se ve también salir del ventrículo izquierdo el tronco de la gran arteria con su parte inferior o descendente." (59) El fósil, con su naturaleza mixta de animal y mineral es el lugar privilegiado de una semejanza que el historiador del continuo exige, en tanto que el espacio de la taxinomia la descompone rigurosamente.
El monstruo y el fósil desempeñan un papel muy preciso en esta configuración. A partir del poder del continuo que posee la naturaleza, el monstruo hace aparecer la diferencia: ésta, que aún carece de ley, no tiene una estructura bien definida; el monstruo es la cepa de la especificación, pero ésta no es más que una subespecie en la lenta obstinación de la historia. El fósil es el que permite subsistirlas semejanzas a través de todas las desviaciones recorridas por la naturaleza; funciona como una forma lejana y aproximativa de identidad; señala un semicarácter en el cambio del tiempo. Porque el monstruo y el fósil no son otra cosa que la proyección hacia atrás de estas diferencias y de estas identidades que definen, para la taxinomia, la estructura y después el carácter. Forman, entre el cuadro y el continuo, la región sombría, móvil, temblorosa en la que lo que el análisis definirá como identidad no es aún sino analogía muda; y lo que definirá como diferencia asignable y constante no es aún sino variación libre y azarosa. Pero, a decir verdad, la historia de la naturaleza es tan imposible de pensar para la historia natural, y la disposición epistemológica dibujada por el cuadro y el continuo tan fundamental, que el devenir sólo puede tener un lugar intermedio y medido por las solas exigencias del conjunto. Por ello, no interviene a no ser en el paso necesario de uno a otro. Es como un conjunto de intemperies ajenas a los seres vivos y que únicamente llegan a ellos desde el exterior. Es como un movimiento sin cesar trazado pero detenido en su esbozo y perceptible sólo en los bordes del cuadro, en sus márgenes descuidados: y así, sobre el fondo del continuo, el monstruo cuenta, como en una caricatura, la génesis de las diferencias, y el fósil recuerda, en la incertidumbre de sus semejanzas, los primeros intentos obstinados de identidad.
http://estafeta-gabrielpulecio.blogspot.com/2010/11/michel-foucault-clasificar.html
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Y ésto porque bien sabemos que hay un discurso sobre la naturaleza, es decir, la teoría de la historia natural no puede disociarse de la del lenguaje, y sin embargo, no se trata de una transferencia de método de una a otra. Ni de una comunicación de conceptos o del prestigio de un modelo que, por haber "logrado éxito" en una parte, fuera ensayado en el terreno vecino. Tampoco se trata de una racionalidad más general que impondría formas idénticas a la reflexión sobre la gramática y a la taxinomia. Sino de una disposición fundamental, del saber que ordena el conocimiento de los seres según la posibilidad de representarlos en un sistema de nombres. Sin duda, hubo en esta región que ahora llamamos vida muchas otras investigaciones aparte de los esfuerzos de clasificación, muchos otros análisis aparte del de las identidades y las diferencias. Pero todos descansaban sobre una especie de a priori histórico que los autorizaba en su dispersión, en sus proyectos singulares y divergentes y que hacía igualmente posibles todos los debates de opiniones a los que daban lugar. Este a priori no está constituido por un grupo de problemas constantes que los fenómenos concretos planteen sin cesar como otros tantos enigmas para la curiosidad de los hombres; tampoco está formado por un cierto estado de los conocimientos, sedimentado en el curso de las edades precedentes y que sirve de suelo a los progresos más o menos desiguales o rápidos de la racionalidad; tampoco está determinado, sin duda alguna, por lo que llamamos la mentalidad o los "marcos del pensamiento" de una época dada, si con ello debe entenderse el perfil histórico de los intereses especulativos, de las credulidades o de las grandes opciones teóricas. Este a priori es lo que, en una época dada, recorta un campo posible del saber dentro de la experiencia, define el modo de ser de los objetos que aparecen en él, otorga poder teórico a la mirada cotidiana y define las condiciones en las que puede sustentarse un discurso, reconocido como verdadero, sobre las cosas. El a priori histórico que, en el siglo XVIII, fundamentó las investigaciones o los debates sobre la existencia de los géneros, la estabilidad de las especies, la trasmisión de los caracteres a través de las generaciones, es la existencia de una historia natural: organización de un cierto visible como dominio del saber, definición de las cuatro variables de la descripción, constitución de un espacio de vecindades en el que cualquier individuo, sea el que fuere, puede colocarse. La historia natural de la época clásica no corresponde al puro y simple descubrimiento de un objeto nuevo de curiosidad; recubre una serie de operaciones complejas que introducen en un conjunto de representaciones la posibilidad de un orden constante. Constituye, en cuanto descriptible y ordenable a la vez, todo un dominio de empiricidad. Lo que la emparienta con las teorías del lenguaje, la distingue de lo que entendemos, a partir del siglo XIX, por biología y la hace desempeñar un cierto papel crítico en el pensamiento clásico.
La historia natural es contemporánea del lenguaje: tiene el mismo nivel que el juego espontáneo que analiza las representaciones en el recuerdo, fija los elementos comunes e impone, por último, los nombres. Clasificar y hablar tienen su lugar de origen en ese mismo espacio que la representación abre en el interior de sí misma ya que está destinada al tiempo, a la memoria, a la reflexión, a la continuidad. Pero la historia natural no puede ni debe existir como lengua independiente de todas las demás a no ser que sea una lengua bien hecha. Y universalmente valiosa. En el lenguaje espontáneo y "mal hecho", los cuatro elementos (proposición, articulación, designación y derivación) dejan entre ellos intersticios abiertos: las experiencias de cada uno, las necesidades o las pasiones, los hábitos, los prejuicios, una atención más o menos despierta han constituido centenares de lenguajes diferentes, que no se distinguen sólo por la forma de las palabras, sino, sobre todo, por la manera en que estas palabras recortan la representación. La historia natural sólo será una lengua bien hecha si el juego queda cerrado: si la exactitud descriptiva hace de cada proposición un recorte constante de lo real (si siempre es posible atribuir a la representación lo que se articula) y si la designación de cada ser indica con todo derecho el lugar que ocupa en la disposición general del conjunto. En el lenguaje, la función del verbo es universal y vacía; prescribe solamente la forma más general de la proposición; y en el interior de ésta juegan los nombres su sistema de articulación; la historia natural reagrupa estas dos funciones en la unidad de la estructura que articula unas con otras todas las variables que pueden atribuirse a un ser. Y en tanto que, en el lenguaje, la designación está expuesta, en su funcionamiento individual, al azar de las derivaciones que dan su amplitud y su extensión a los nombres comunes, el carácter, tal como lo establece la historia natural, permite a la vez marcar al individuo y situarlo en un espacio de generalidades que se encajan unas en otras. Tanto que, por encima de las palabras de todos los días (y a través de ellas, ya que puede utilizárselas muy bien para las primeras descripciones) se construye el edificio de una lengua de segundo grado en la que reinan, por fin, los Nombres exactos de las cosas: "El método, alma de la ciencia, designa a primera vista cualquier cuerpo de la naturaleza de tal manera que este cuerpo enuncie el nombre que le es propio y que este nombre haga recordar todos los conocimientos que hayan podido adquirirse en el curso del tiempo sobre el cuerpo así denominado: tanto que en la confusión extrema se descubre el orden soberano de la naturaleza".
Pero esta denominación esencial —este paso de la estructura visible al carácter taxinómico— remite a una exigencia costosa. El lenguaje espontáneo, a fin de cumplir y rizar la figura que va de la función monótona del verbo ser a la derivación y al recorrido del espacio retórico, sólo tenía necesidad del juego de la imaginación: es decir, de las semejanzas inmediatas. En cambio, para que la taxinomia sea posible es necesario que la naturaleza sea realmente continua y en su plenitud misma. Allí donde el lenguaje exigía la similitud de las impresiones, la clasificación exige el principio de la menor diferencia posible entre las cosas. Ahora bien, este continuum, que aparece así en el fondo de la denominación, en la abertura que se deja entre la descripción y la disposición, está supuesto como muy anterior al lenguaje y como su condición. Y no sólo porque pueda fundamentar un lenguaje bien hecho, sino porque da cuenta de todo lenguaje en general. Sin duda alguna, es la continuidad de la naturaleza la que da a la memoria la oportunidad de ejercitarse, dado que una representación, confusa y mal percibida por cualquier identidad, hace recordar otra y permite aplicar a ambas el signo arbitrario de un nombre común. Lo que en la imaginación se daba como una similitud ciega no era más que el rastro irreflexivo y revuelto de la gran trama ininterrumpida de las identidades y de las diferencias. La imaginación (aquella que autoriza al lenguaje al permitir la comparación) formaba, sin que se supiera entonces, el lugar ambiguo en el que la continuidad rota, pero insistente, de la naturaleza se reunía con la continuidad vacía, pero atenta, de la conciencia tanto que no habría sido posible hablar ni habría habido lugar para el menor nombre si, en el fondo de las cosas, antes de toda representación, la naturaleza no hubiera sido continua. Para establecer el gran cuadro sin falla de las especies, los géneros y las clases ha sido necesario que la historia natural utilice, critique, clasifique y, por último, reconstituya con nuevos gastos un lenguaje cuya condición de posibilidad residía justamente en este continuo. Las cosas y las palabras se entrecruzan con todo rigor: la naturaleza sólo se ofrece a través de la reja de las denominaciones y ella que, sin tales nombres, permanecería muda e invisible, centellea a lo lejos tras ellos, continuamente presente más allá de esta cuadrícula que la ofrece, sin embargo, al saber y sólo la hace visible atravesada de una a otra parte por el lenguaje. Es por ello por lo que, sin duda alguna, la historia natural, en la época clásica, no pudo constituirse como biología. En efecto, hasta fines del siglo XVIII, la vida no existía. Sólo los seres vivos. Éstos forman una clase o, más bien, varias en la serie de todas las cosas del mundo: y si se puede hablar de vida es sólo como un carácter—en el sentido taxinómico de la palabra— en la distribución universal de los seres. Se tiene la costumbre de repartir las cosas de la naturaleza en tres clases: los minerales, a los que se reconoce crecimiento, pero no movimiento ni sensibilidad; los vegetales, que pueden crecer y son susceptibles de sensación; los animales que se desplazan espontáneamente. En lo que se refiere a la vida y al umbral que instaura, se los puede hacer deslizarse, según el criterio que se adopte, todo a lo largo de esta escala. Si, con Maupertuis, se la define por la movilidad y las relaciones de afinidad que atraen los elementos unos hacia otros y los mantienen unidos, es necesario alojarla vida en las partículas más simples de la materia. Se está obligado a situarla mucho más alto en la serie si se la define por un carácter cargado y complejo, como lo hacía Linneo, al fijar como criterio el nacimiento (por semen o brote), la nutrición (por intususcepción) el envejecimiento, el movimiento externo, la propulsión interna de líquidos, las enfermedades, la muerte, la presencia de vasos, glándulas, epidermis y utrículos. La vida no constituye un umbral manifiesto a partir del cual se requieran formas completamente nuevas del saber. Es una categoría de clasificación, relativa, lo mismo que todas las demás, al criterio que uno se fije. Y como todas las demás, sometida a ciertas imprecisiones en cuanto se trata de fijar sus fronteras. Así como el zoófito está en la franja ambigua entre los animales y las plantas, así los fósiles y los metales se alojan en este límite incierto en el que no se sabe si hablar o no de vida. Pero el corte entre lo vivo y lo no vivo nunca es problema decisivo. Como dice Linneo, el naturalista —aquel al que llama historiens naturalis— "distingue por la vista las partes de los cuerpos naturales, los describe convenientemente según el número, la figura, la posición y la proporción, y les da nombre". El naturalista es el hombre de lo visible estructurado y de la denominación característica. No de la vida.
Así, pues, no es necesario relacionar la historia natural, tal como se desplegó durante la época clásica, con una filosofía, aunque fuera oscura y hasta balbuciente, de la vida. En realidad, se entre cruza con una teoría de las palabras. La historia natural está situada, a la vez, antes y después del lenguaje; deshace el lenguaje cotidiano, pero con el fin de rehacerlo y descubrir lo que lo ha hecho posible a través de las semejanzas ciegas de la imaginación; lo critica, pero para descubrir en él el fundamento. Si lo retoma y quiere cumplirlo a la perfección es porque también retorna a su origen. Franquea este vocabulario cotidiano que le sirve de suelo inmediato y, más allá de él, va en busca de lo que ha podido constituir su razón de ser; pero, a la inversa, se aloja por completo en un espacio del lenguaje, ya que es esencialmente un uso concertado de los nombres y su último fin es dar a las cosas su verdadera denominación. Entre el lenguaje y la teoría de la naturaleza existe, pues, una relación de tipo crítico; en efecto, conocer la naturaleza es construir, a partir del lenguaje, un lenguaje verdadero que descubrirá en qué condiciones es posible cualquier lenguaje y dentro de qué límites puede tener un dominio de validez. La cuestión crítica existió, sin duda, en el siglo XVIII, si bien ligada a la forma de un saber determinado. Por esta razón no podía adquirir autonomía y valor de interrogación radical: no ha dejado de rondar en una región en la que se planteaba el problema de la semejanza, de la fuerza de la imaginación, de la naturaleza y de la naturaleza humana, del valor de las y abstractas, en suma, de las relaciones entre la percepción de la similitud y la validez del concepto. En la época clásica —Locke y Linneo, Buffon y Hume dan testimonio de ello— la cuestión crítica es la del fundamento de la semejanza y de la existencia del género.
A fines del siglo XVIII, aparecerá una nueva configuración que resolverá definitivamente, a los ojos del hombre moderno, el viejo espacio de la historia natural. Por una parte, la crítica se desplaza y se separa del suelo en que había nacido. En tanto que Hume hacía del problema de la causalidad un caso de interrogación general acerca de las semejanzas Kant, al aislar la causalidad, invierte la cuestión: allí donde se trataba de establecer las relaciones de identidad y de distinción sobre el fondo continuo de las similitudes, hace aparecer el problema inverso de la síntesis de lo diverso. De golpe, la cuestión crítica se remite del concepto al juicio, de la existencia del género (obtenida por el análisis de las representaciones) a la posibilidad de ligar entre ellas las representaciones, del derecho de nombrar al fundamento de la atribución, de la articulación nominal a la proposición misma y al verbo ser que la establece. Se encuentra, pues, completamente generalizada. En vez de tener validez por razón de las solas relaciones de la naturaleza y de la naturaleza humana, se plantea la interrogación acerca de la posibilidad misma de todo conocimiento.
Pero, por otro lado, en la misma época, la vida adquiere su autonomía en relación con los conceptos de la clasificación. Escapa a esta relación crítica que, en el siglo XVIII, era constitutiva del saber de la naturaleza. Escapa, lo que quiere decir dos cosas: la vida se convierte en objeto de conocimiento entre los demás y, con este título, dispensa de toda crítica en general; pero también resiste a esta jurisdicción crítica, que retoma por su cuenta y que traslada, en su propio nombre, a todo conocimiento posible. En tal medida, que alo largo del siglo XIX, de Kant a Dilthey y a Bergson, los pensamientos críticos y las filosofías de la vida se encontrarán en una posición de recuperación y de disputa recíprocas.
Foucault, Michel – Las palabras y las cosas. Una arqueología de las ciencias humanas. Siglo XXI Editores, México, 1972. Capítulo quinto. Pags. 126-163. Traducción de Elsa Cecilia Frost.
Ahora ya no tenemos que perder el tiempo con el esencialismo caduco de la ciencia de la Modernidad para hacernos los portadores de las tablas divinas, podemos volver a Tiqqun sin las payasadas al estilo Roxana Kreimer y su 'feminismo científico' digno de un par de siglo pasados.
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