¿Debo decirlo? ¿Debo callarlo?
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¿Debo decirlo? ¿Debo callarlo?
Estas son las preguntas que me hago, sin hallar la respuesta adecuada. No debo, ya que así me lo pidió, delatar a la persona por cuya acción, exponiéndose a un grave peligro, ha salvado al mundo de otro peligro mayor: mi existencia. Mi existencia como vampiro, se entiende.
Quien hoy a mediodía, cuando el sol estaba en lo más alto y lucía con todo su esplendor, esplendor que yo antes temía y que huyendo de él me refugiaba en mi negro ataúd, se ha acercado a mi aposento, algo trémulo esa es la verdad, ha levantado la tapa del féretro y con cierto temor ha cogido la estaca de madera de ébano, pulimentada y afilada su punta, merece ser reconocido por todos como un héroe; pero su nombre no diré, quedará entre ambos como un secreto por los siglos de los siglos.
Pero si su nombre omito, no lo haré de su generosa entrega de ofrecer a todos el sacrificio de exponerse a que yo pudiese despertar en ese momento y clavar mis afilados colmillos en su blanco cuello y succionar la sangre necesaria que durante más de doscientos años me ha permitido mantenerme activo.
Una vez la estaca en su mano, le he notado como dudoso. Pese a lo tétrico del lugar mi apariencia no era feroz; podría imponerle lo descolorido de mi rostro (casi tres siglos sin darme el sol es lo normal), o esas manchitas de sangre que aún quedaban en mis colmillos de la succión de ayer noche y que, asomando el alba, no me dio tiempo a cepillar, o la serenidad extraña de mis facciones. O esa capa negra con abotonadura plateada, o el interior de la misma de un rojo sangre y de la seda más primorosa que se pudiera importar de Oriente. Pero ese benefactor de la Humanidad, tras su corta duda, ha levantado con ambas manos la estaca, y asida fuertemente entre sus dedos la ha dejado penetrar en mi corazón de manera rápida atravesándolo todo él.
Y como por arte de magia el vampiro que había en mí ha desaparecido. Y otra vez he vuelto a ser aquel que un día amó a una hermosa dama, hija mayor de un conde y afectada de vampirismo del cual me contagió. Y ahora, ya limpio de esa necrofilia y con una vida normal por delante, con unas expectativas humanas que se me esperan, siento la alegría de vivir y la ansiedad de hacer cosas buenas para que, lo malo que haya hecho durante esa metamorfosis en la que pernocté durante casi tres siglos, desaparezca y se olvide.
Y en prueba de agradecimiento nos hemos marchado, mi destructor y yo, a tomarnos dos jarras de cerveza bien fría y unos taquitos de jamón de Guijuelo acompañado de unas olivitas manzanilla, lo cual, como es de suponer, he pagado yo.
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Quien hoy a mediodía, cuando el sol estaba en lo más alto y lucía con todo su esplendor, esplendor que yo antes temía y que huyendo de él me refugiaba en mi negro ataúd, se ha acercado a mi aposento, algo trémulo esa es la verdad, ha levantado la tapa del féretro y con cierto temor ha cogido la estaca de madera de ébano, pulimentada y afilada su punta, merece ser reconocido por todos como un héroe; pero su nombre no diré, quedará entre ambos como un secreto por los siglos de los siglos.
Pero si su nombre omito, no lo haré de su generosa entrega de ofrecer a todos el sacrificio de exponerse a que yo pudiese despertar en ese momento y clavar mis afilados colmillos en su blanco cuello y succionar la sangre necesaria que durante más de doscientos años me ha permitido mantenerme activo.
Una vez la estaca en su mano, le he notado como dudoso. Pese a lo tétrico del lugar mi apariencia no era feroz; podría imponerle lo descolorido de mi rostro (casi tres siglos sin darme el sol es lo normal), o esas manchitas de sangre que aún quedaban en mis colmillos de la succión de ayer noche y que, asomando el alba, no me dio tiempo a cepillar, o la serenidad extraña de mis facciones. O esa capa negra con abotonadura plateada, o el interior de la misma de un rojo sangre y de la seda más primorosa que se pudiera importar de Oriente. Pero ese benefactor de la Humanidad, tras su corta duda, ha levantado con ambas manos la estaca, y asida fuertemente entre sus dedos la ha dejado penetrar en mi corazón de manera rápida atravesándolo todo él.
Y como por arte de magia el vampiro que había en mí ha desaparecido. Y otra vez he vuelto a ser aquel que un día amó a una hermosa dama, hija mayor de un conde y afectada de vampirismo del cual me contagió. Y ahora, ya limpio de esa necrofilia y con una vida normal por delante, con unas expectativas humanas que se me esperan, siento la alegría de vivir y la ansiedad de hacer cosas buenas para que, lo malo que haya hecho durante esa metamorfosis en la que pernocté durante casi tres siglos, desaparezca y se olvide.
Y en prueba de agradecimiento nos hemos marchado, mi destructor y yo, a tomarnos dos jarras de cerveza bien fría y unos taquitos de jamón de Guijuelo acompañado de unas olivitas manzanilla, lo cual, como es de suponer, he pagado yo.
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