Ahora me dedico a cuentacuentos

Estaba yo, por aquellos tiempos, enero de 188…, trabajando en la ciudad de Barcelona, y mi Empresa me obligó a trasladarme a una sucursal de París, por lo que me despedí de los señores Rius, un encantador matrimonio que me tenía como huésped.

La señora Rius, de nombre Mercedes, me dijo que lamentaba mi partida, que tanto ella como Pau, su marido, me habían tomado mucho cariño en esos ocho meses que con ellos estaba viviendo, que para ellos era como un hijo. Me pidió, asimismo, que les dejara como recuerdo una fotografía mía, que la colocarían en un portarretratos en el aparador del salón comedor, y que les serviría como grato recuerdo de mi estancia junto a ellos.

Les dije que yo no tenía foto alguna, que nunca me gustó retratarme. Y ella me rogó que por favor lo hiciera, que me acercara dos manzanas más debajo de allí, en la calle Muntaner, donde un conocido fotógrafo me haría un buen retrato que a ella la haría muy feliz. Y no me pude negar.

Era un fotógrafo muy afamado como retratista, poseía un buen estudio con los mejores adelantos para aquella época. Y yo le pedí que me hiciera una foto sencilla.

De pié delante de la máquina me producía cierto desconcierto, ya que era la primera vez que iba a ser retratado. “Procuraré que sea rápido –dijo el retratista–; usaré magnesio para el flash y no sentirá ninguna molestia; será un fogonazo muy rápido”.

Me colocó en la pose adecuada diciéndome que mirara al objetivo de la cámara de donde saldría un pajarito. Esa frase, al menos para aquel entonces, siempre despertaba interés y, mientras yo miraba con los ojos bien abiertos para no perderme detalle alguno, el fotógrafo apretó un botón y una pera de goma que llevaba en la mano derecha. En ese momento de apretar la pera de goma se produjo un fogonazo, quedó todo envuelto en la llamarada del magnesio, de tal forma como si un trozo de cielo luminoso hubiese entrado en el estudio. Yo di un gran salto, como persona no acostumbrada, para protegerme detrás de la máquina. Entonces comprobé que una de las cortinas se había prendido fuego. El fuego se extendió rápidamente por muebles y demás cortinajes y en poco menos de cinco minutos ardía toda la casa de la cual, tanto el fotógrafo como yo, pudimos salir corriendo salvándonos del desastre.

Aquella misma tarde, un diario vespertino salía a la calle dando la triste noticia de que se había quemado todo un edificio de la calle Muntaner, en donde murieron más de doce personas. La señora Rius, lamentablemente también, se quedó sin su deseada fotografía.


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