Regreso al país de la ilusión
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Regreso al país de la ilusión
REGRESO AL PAIS DE LA ILUSION
Mi vecino " El loco“ regresaba otra vez al sanatorio, eso me decía su sufrida mujer cuando aquella mañana venia de comprar el pan. Lo ingresaban, lo encerraban de nuevo después de una larga temporada en casa intentando en unión de la familia curarse de sus manías y de sus locuras, casi siempre inofensivas, pero a veces molestas y repetidas.
También me rogaba aquella angustiada y triste mujer, envejecida prematuramente y con una larga historia que contar, que lo acompañara, que estuviera con él hasta que vinieran a buscarle, porque esta vez tardarían una larga temporada en verlo de nuevo, ya que su reciente intento de suicidio era un delito grave y los médicos ahora, ya no le tendrían tantas contemplaciones para dejarlo salir hasta que estuvieran seguros de su mejoría. Bajé a su casa y allí estaba mi amigo, mi vecino con barba de varios dias, con un aparatoso vendaje tapándole todo un lado de la cara, y con el aire mas taciturno y triste que nunca.
Estaba mirando por la ventana hacia abajo, hacia el parque solitario, a su verde y oscuro, escenario de eternos y repetidos paseos y aventuras mentales sin motivos ni finales. Miraba fijamente al paisaje, quizás para grabarlo en su memoria, quizás para venir en alas de su siempre desbordada fantasía a visitar sus vericuetos, sus estrechos caminos de tierra y húmedos rincones. Pero se diría que no veía nada, parecía mas bien que su mirada se perdía en el interior de sus laberinticos pensamientos.
Las ultimas semanas le habían sido muy desgraciadas a mi estimado "Loco", porque el niño que aquella tarde le pidió que empujara su bicicleta para arrancar a correr mas deprisa, no pensó que mi amigo no tiene calculo racional de su fuerza fisica, ni a veces, ni tan siquiera de sus actos voluntarios, por eso este empezó a empujarlo con fuerzas y a correr y correr, de forma que el niño contento pedaleaba y corría mas y mas. La calle era cuesta abajo, y el encontronazo con el coche que subía fue tan violento, que el pequeño salió volando y la bicicleta desapareció bajo el automóvil. Al momento, el revuelo que se formo con los vecinos y paseantes del lugar fue enorme, y casi antes de socorrer al niño que se quejaba un poco alejado y tirado en la acera, los curiosos justicieros tratándose de "El Loco", se fueron para mi vecino como para escarmentarlo de algo que él no llegaba ni siquiera a comprender, ni como había empezado. Entonces salió corriendo, se subió a su casa, y se refugio atemorizado y temblando, en su cuarto. Después fue su mujer como pasaba siempre, la que tuvo que "capear" el temporal del escandalo como pudo. No hubo denuncia, porque el pequeño no se había hecho nada serio, solo nos rasguños, pero aun así la bronca de la madre en la puerta, se escucho en toda la escalera. La mujer de mi vecino, acostumbrada a estos contratiempos, se callaba, daba disculpas y miraba para el suelo.
Junto a la cama del cuarto pequeño y un poco revuelto de "El Loco”, en el suelo, estaba el escaso equipaje para el viaje, quizás sin retorno. Una bolsa de deportes, con tres 0 cuatro mudas de ropa, los utensilios de afeitarse, y poca cosa mas. ”Ponerle ropa de vestir en aquellas bolsas”, decía su mujer, era perderla, pues aquel marido que el destino le deparo, las regalabas, la cambiaba por cualquier cosa, o terminaba por perderlas.
.- que se arreglara con la que llevaba, que algún día de estos cuando lo visitara, le llevaría alguna prenda.—
Han pasado las horas y no nos hemos dicho nada. Las miradas en estos casos hablan por si solas, y a mi vecino no hace falta explicarle nada. Quizás, en el fondo desee salir de la ciudad que tanto lo trastorna, puede que incluso agradezca que lo internen. Sus heridas en la cara me dicen que no quiso tirarse por aquel precipicio que tanto le atraía. Acudía allí, a su rincón de la montaña cuando no podía mas, cuando del ruido de los coches le asfixiaba, cuando la cantinela hipnótica y machacona de las televisiones le trastornaba, y no le dejaba soñar, cuando los gritos de los perros y de los gatos y de los pájaros urbanos abandonados a su suerte, les pedían ayuda, cuando el alboroto y el estruendo de aquella sociedad lo enloquecía, o cuando aquel delirio de grandeza le ahogaba y no le dejaba dormir. Se marchaba montaña arriba, Allí, sobre la ciudad, junto al árbol centenario que le escuchaba sus confidencias, y que junto a él se le pasaban las horas.
El precipicio de allá abajo, oscuro como la cuenca vacía y negra del ojo de una calavera, parecía llamarlo con insistencia. Siempre que se asomaba al borde herbáceo, raya divisoria entre la vida y la muerte, entre lo conocido y lo por conocer, una mano invisible parecía invitarlo a saltar. Y era allí en ese alejado y reconfortante rincón en donde se miraba como delante de un espejo, y era cuando menos se conocía. Allí encontraba a alguien dentro de su cuerpo que se le hacia insoportable, que le preguntaba y le acusaba, que lo comprendía y le animaba a la vez, y a veces, ni el mismo sabia quien era, y para cerciorarse de su identidad de que estaba en la vida, de que su vivir existencial no había equivocado ni el tiempo, ni la época, ni el siglo, se asomaba a la boca negra, desconocida y voraz de abajo, y era entonces cuando como en un desafío a la gravedad, a la sociedad, a la vida que lo mantenía allí clavado, se subía al pretil, al borde resbaladizo mismo de lo desconocido, y de pie sospesaba lo mínimo, lo exiguo que separa una existencia de otra. El finisimo hilo de un segundo, un instante y pasaría a otra dimensión. Quizás en lo desconocido, se decía, me encontrare, sabré si este cuerpo y esta mente me pertenecen, quizás llegue a saber el motivo y la razón de la sinrazón que me mueve a vivir. Esto lo había hecho muchas veces, según me contaba después, tantas que le había perdido el miedo y el respeto al equilibrio, a las fuerzas que te mantenían pegado a la tierra, y en una de estas veces cayo, se precipito al fondo, pues era lo que tanto lo llamaba, y hacia el fue obedeciendo su llamada, con la buena suerte de que en un ultimo instante, cuando ya caía sin remedio, pudo agarrares a una ramas que sobresalían de la pared vegetal, lo que no evito que en su corta caída se arañara toda la cara.
Después, fue un anciano cabrero, con mas perros que cabras siguiéndole, que en su recorrido pastoril lo escuchara gritar y lo sacara de allí, tirando como pudo del delgado cuerpo del aspirante a suicida.
La mujer del "El loco" nos sigue escaleras abajo. Cuando llegamos a la calle, el taxi ya esta esperando. En la acera anónima de siempre, en donde nunca pasa nada y nadie se conoce de nada, nadie se fija en nosotros, solo el niño de la bicicleta que pasa por la acera de enfrente saluda como diciéndole adiós a mi vecino, que ausente totalmente a lo que le rodea, sube en el auto, y se aleja sin volver la cabeza. Mientras su mujer estática y de pie en la acera, se da la vuelta y se mete en el portal, con un ligero aire de satisfacción en la cara.
Rocinante 28/ 3/ 2003 ( todos los derechos reservados)
Mi vecino " El loco“ regresaba otra vez al sanatorio, eso me decía su sufrida mujer cuando aquella mañana venia de comprar el pan. Lo ingresaban, lo encerraban de nuevo después de una larga temporada en casa intentando en unión de la familia curarse de sus manías y de sus locuras, casi siempre inofensivas, pero a veces molestas y repetidas.
También me rogaba aquella angustiada y triste mujer, envejecida prematuramente y con una larga historia que contar, que lo acompañara, que estuviera con él hasta que vinieran a buscarle, porque esta vez tardarían una larga temporada en verlo de nuevo, ya que su reciente intento de suicidio era un delito grave y los médicos ahora, ya no le tendrían tantas contemplaciones para dejarlo salir hasta que estuvieran seguros de su mejoría. Bajé a su casa y allí estaba mi amigo, mi vecino con barba de varios dias, con un aparatoso vendaje tapándole todo un lado de la cara, y con el aire mas taciturno y triste que nunca.
Estaba mirando por la ventana hacia abajo, hacia el parque solitario, a su verde y oscuro, escenario de eternos y repetidos paseos y aventuras mentales sin motivos ni finales. Miraba fijamente al paisaje, quizás para grabarlo en su memoria, quizás para venir en alas de su siempre desbordada fantasía a visitar sus vericuetos, sus estrechos caminos de tierra y húmedos rincones. Pero se diría que no veía nada, parecía mas bien que su mirada se perdía en el interior de sus laberinticos pensamientos.
Las ultimas semanas le habían sido muy desgraciadas a mi estimado "Loco", porque el niño que aquella tarde le pidió que empujara su bicicleta para arrancar a correr mas deprisa, no pensó que mi amigo no tiene calculo racional de su fuerza fisica, ni a veces, ni tan siquiera de sus actos voluntarios, por eso este empezó a empujarlo con fuerzas y a correr y correr, de forma que el niño contento pedaleaba y corría mas y mas. La calle era cuesta abajo, y el encontronazo con el coche que subía fue tan violento, que el pequeño salió volando y la bicicleta desapareció bajo el automóvil. Al momento, el revuelo que se formo con los vecinos y paseantes del lugar fue enorme, y casi antes de socorrer al niño que se quejaba un poco alejado y tirado en la acera, los curiosos justicieros tratándose de "El Loco", se fueron para mi vecino como para escarmentarlo de algo que él no llegaba ni siquiera a comprender, ni como había empezado. Entonces salió corriendo, se subió a su casa, y se refugio atemorizado y temblando, en su cuarto. Después fue su mujer como pasaba siempre, la que tuvo que "capear" el temporal del escandalo como pudo. No hubo denuncia, porque el pequeño no se había hecho nada serio, solo nos rasguños, pero aun así la bronca de la madre en la puerta, se escucho en toda la escalera. La mujer de mi vecino, acostumbrada a estos contratiempos, se callaba, daba disculpas y miraba para el suelo.
Junto a la cama del cuarto pequeño y un poco revuelto de "El Loco”, en el suelo, estaba el escaso equipaje para el viaje, quizás sin retorno. Una bolsa de deportes, con tres 0 cuatro mudas de ropa, los utensilios de afeitarse, y poca cosa mas. ”Ponerle ropa de vestir en aquellas bolsas”, decía su mujer, era perderla, pues aquel marido que el destino le deparo, las regalabas, la cambiaba por cualquier cosa, o terminaba por perderlas.
.- que se arreglara con la que llevaba, que algún día de estos cuando lo visitara, le llevaría alguna prenda.—
Han pasado las horas y no nos hemos dicho nada. Las miradas en estos casos hablan por si solas, y a mi vecino no hace falta explicarle nada. Quizás, en el fondo desee salir de la ciudad que tanto lo trastorna, puede que incluso agradezca que lo internen. Sus heridas en la cara me dicen que no quiso tirarse por aquel precipicio que tanto le atraía. Acudía allí, a su rincón de la montaña cuando no podía mas, cuando del ruido de los coches le asfixiaba, cuando la cantinela hipnótica y machacona de las televisiones le trastornaba, y no le dejaba soñar, cuando los gritos de los perros y de los gatos y de los pájaros urbanos abandonados a su suerte, les pedían ayuda, cuando el alboroto y el estruendo de aquella sociedad lo enloquecía, o cuando aquel delirio de grandeza le ahogaba y no le dejaba dormir. Se marchaba montaña arriba, Allí, sobre la ciudad, junto al árbol centenario que le escuchaba sus confidencias, y que junto a él se le pasaban las horas.
El precipicio de allá abajo, oscuro como la cuenca vacía y negra del ojo de una calavera, parecía llamarlo con insistencia. Siempre que se asomaba al borde herbáceo, raya divisoria entre la vida y la muerte, entre lo conocido y lo por conocer, una mano invisible parecía invitarlo a saltar. Y era allí en ese alejado y reconfortante rincón en donde se miraba como delante de un espejo, y era cuando menos se conocía. Allí encontraba a alguien dentro de su cuerpo que se le hacia insoportable, que le preguntaba y le acusaba, que lo comprendía y le animaba a la vez, y a veces, ni el mismo sabia quien era, y para cerciorarse de su identidad de que estaba en la vida, de que su vivir existencial no había equivocado ni el tiempo, ni la época, ni el siglo, se asomaba a la boca negra, desconocida y voraz de abajo, y era entonces cuando como en un desafío a la gravedad, a la sociedad, a la vida que lo mantenía allí clavado, se subía al pretil, al borde resbaladizo mismo de lo desconocido, y de pie sospesaba lo mínimo, lo exiguo que separa una existencia de otra. El finisimo hilo de un segundo, un instante y pasaría a otra dimensión. Quizás en lo desconocido, se decía, me encontrare, sabré si este cuerpo y esta mente me pertenecen, quizás llegue a saber el motivo y la razón de la sinrazón que me mueve a vivir. Esto lo había hecho muchas veces, según me contaba después, tantas que le había perdido el miedo y el respeto al equilibrio, a las fuerzas que te mantenían pegado a la tierra, y en una de estas veces cayo, se precipito al fondo, pues era lo que tanto lo llamaba, y hacia el fue obedeciendo su llamada, con la buena suerte de que en un ultimo instante, cuando ya caía sin remedio, pudo agarrares a una ramas que sobresalían de la pared vegetal, lo que no evito que en su corta caída se arañara toda la cara.
Después, fue un anciano cabrero, con mas perros que cabras siguiéndole, que en su recorrido pastoril lo escuchara gritar y lo sacara de allí, tirando como pudo del delgado cuerpo del aspirante a suicida.
La mujer del "El loco" nos sigue escaleras abajo. Cuando llegamos a la calle, el taxi ya esta esperando. En la acera anónima de siempre, en donde nunca pasa nada y nadie se conoce de nada, nadie se fija en nosotros, solo el niño de la bicicleta que pasa por la acera de enfrente saluda como diciéndole adiós a mi vecino, que ausente totalmente a lo que le rodea, sube en el auto, y se aleja sin volver la cabeza. Mientras su mujer estática y de pie en la acera, se da la vuelta y se mete en el portal, con un ligero aire de satisfacción en la cara.
Rocinante 28/ 3/ 2003 ( todos los derechos reservados)
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